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El bosque de Mortaak estaba tranquilo, y el sol hacía ya un rato que había huído de las copas de los árboles para enterrarse más allá del horizonte. La brisa del norte refrescaba el aire y una ligera bruma, con su húmeda caricia envolvía la noche. Un cierto hedor rezumaba desde los pantanos de turbulentas aguas estancadas, y los juncos se mecían en un armónico vaivén sinfín.

Hacía ya un rato que el silencio reinaba, y la vida que durante el día inundaba la espesura, había dado paso a la más absoluta de las calmas. Ni siquiera las lechuzas adornaban la negrura. Ni tan sólo los roedores se habían aventurado a salir en busca de comida. La soledad era absoluta y la tristeza de lo desierto desgarraba el alma.

Apenas un breve murmullo de hojas agitadas apuntaba algún movimiento entre las hayas, y mientras la niebla se hacía más y más densa, se podía intuir una silueta que más allá de caminar, flotaba apenas a un palmo del suelo, arrastrando incluso los pies en algunas ocasiones, removiendo el barro y tropezando con las raíces que asomaban por encima de la hojarasca.

Estilizado en extremo, ataviado con una harapienta capa negra que cubría sus hombros y caía hasta sus tobillos, y que flirteaba con el viento mientras su traje, medio cubierto de lodo, se hacía girones al rozar con los troncos de los árboles. Llevaba una de aquellas camisas de época, con voluta y puñetas, que debió de ser blanca alguna vez, pero que ahora no se veía más que cubierta del marrón reseco de la sangre derramada. Su tez, de un gris ceniza, acentuada por unas cuencas oculares oscuras en extremo, y demacrada por los años que llevaba ya muerto, reflejaba la angustia y el dolor de quien vaga sin rumbo. Su cabello revuelto, azabache como la noche, dejado y enredado, cubría su frente y caía hasta taparle el cuello.
Aún lucía en su mano derecha el anillo de la gloriosa orden de Los Mitigadores, a la que había rendido cuentas en vida, y por la que perdió todo cuanto amaba.

Un breve sollozo emanaba continuadamente de sus lánguidos labios. Jamás había podido superar la separación de su amada, a la que decidió, a pesar de la insistencia de ella, en no otorgarle la vida eterna dándole su sangre a beber. La había visto irse en sus brazos, abandornar la vida que él tanto anhelaba, para exisitir, desde ese momento, únicamente en sus recuerdos.
Una lágrima de sangre cruzaba su mejilla, y el dolor se tornaba en ira según avanzaba el tiempo.

Tal vez era el momento de abandonar las tierras de Mortaak, al este de la vieja y castigada Moldavia. Quizás debiera adentrarse en las montañas, para alimentarse tan sólo de indefensos animalejos. O quizás no.

Continuará...

Reflexiones de un vampiro (Parte 2).
Reflexiones de un vampiro (Parte 3).


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