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A veces me pregunto cómo debe ser el convertirse en padre, el traer al mundo –o colaborar en lo que se pueda-, a un nuevo ser, una pequeña criatura rosada, vulnerable y entrañable que me haga babear y sentirme orgulloso, con cada uno de sus suspiros, llantos, sonrisas, palabras o gestos.

En cierto modo, dicen que es ley de vida, que lo normal es que así sea, que debemos tener a nuestros pequeños, formar una familia, verlos crecer, que colmarán nuestras vidas de alegrías y emociones. Aún así, cuando no has experimentado aún esa sensación, cuando no sabes lo que es traer a tu pequeño a este mundo, es imposible no tener miedos, dudar sobre si estarás preparado, o si serás un buen padre.

Yo no lo sé aún. No tengo pequeños con los que babear ante su gateo. Ni siquiera sé si los tendré algún día. Aún así, estoy seguro de que si llega ese día, daré la vida por ese pedacito de mí. Le legaré mi cordura y mi locura, mi ignorancia y mi sabiduría, mi bondad y mi carácter. Tengo la esperanza de que si algún día llega esa pequeña maravilla, encuentre en mí una referencia, una guía, que le ayude en su particular lucha de la vida, que le aporte el coraje y la paciencia para disfrutar de todo cuanto le rodee.

Quiero creer, que el mismo amor que yo le confiese desde el mismo día en que nazca –o incluso desde mucho antes-, será recíproco y sincero. Que igual que yo le tenderé mi mano cuando dé sus primeros pasos, él o ella me tienda las suyas cuando yo de mis últimos. No lo puedo saber con certeza, pero sin duda, estoy convencido de que así será. Pienso con fuerza en que será mi guía cuando ya no pueda ver, mi susurro cuando no pueda oír, o mi voz cuando no pueda ya hablar.

La vida se tercia corta o larga según desde que extremo se observe y no querría, encontrarme un día en el extremo en el que asemeja breve, sin haberle agradecido las atenciones, los mimos, las caricias y los te quiero, que a bien seguro me brindará.

Por todo ello, a pesar de no haber nacido aún. A pesar de ni tan sólo estar en camino, ni en proyecto, ni siquiera saber si llegarás algún día, quiero darte las gracias, por que se que las merecerás y temo que cuando repare en que debo dártelas, sea ya demasiado tarde.

Tal vez algún día crezcas y lleguen a ti estas líneas. De ser así, espero que en ellas se refleje algo de mi alma y de mi cariño. Si aún me tienes cerca, ven, abrázame y bésame. Yo sabré que estás ahí, en todos los sentidos. Por otro lado, si ya partí en mi viaje infinito, no llores, sonríe con fuerza y yo, esté donde esté, podré sentir tu corazón.

Tu probablemente algún día padre, que te quiere.



En ocasiones creí que con los años se hace uno más sabio, además de más viejo. Sin embargo, me estremecí al descubrir que también la estupidez, de la mano del arrojo, puede ir en aumento hasta alcanzar insufribles cotas de torpeza. Hay una cosa clara: El que toma decisiones no se equivoca, si no que selecciona un camino por el que avanzar en dirección a su destino. Uno jamás elige la alternativa errónea, si no que obtiene el simple fruto de la opción escogida y nunca, nunca, sabrá cuales pudieran haber sido los acontecimientos, si sus pasos le hubieran conducido por el otro lado del desvío.

El problema entonces, quizás radique en lo reflexionado de dichas decisiones, en si los actos se calculan o simplemente acontecen, tomándonos como herramienta de su retorcido capricho. De otro modo, la reflexión en sí, es ya una decisión. Así que quizás tampoco cabe el arrepentirse de no haber meditado la elección.

A pesar de todo esto -que pudiera sonar cuanto menos demagógico-, es posible que el resultado no nos satisfaga, que no alcance nuestras expectativas o como bien puede ocurrir, sea un auténtico desastre.

Por alguna extraña ley de la naturaleza, que no alcanzo aún a entender y mucho menos a exponer, sólo en contadas veces la fortuna nos trae un resultado óptimo. Ese no es el caso ahora. Es por esto que podemos plantearnos la siguiente pregunta:

¿Cómo sé que hago lo correcto?

Quizás esperamos a que una voz grave, que resuena desde el eco de la conciencia, algún tipo de oráculo, que ejerce de juez, con su balanza equitativa de lo bueno y lo malo, nos responda que nunca lo averiguaremos, que simplemente el destino se dibuja con el lápiz que es tu vida, con tus andares y tus tropiezos y que en cualquier caso, no te queda más remedio que seguir por tu camino, sea cual sea y esperes a ver que pasa.

Aún así, no consigo escuchar nunca ese susurro casi divino. Tan sólo espero y me quedo con dudas, que probablemente olvide cuando aparezcan otras nuevas. Y así, viajo por la vida, en busca de un camino que sólo sabré hacia dónde conduce, una vez haya llegado a dondequiera que tenga que llevarme.



Queridos amigos –los que me queden- y esposa. El pesar de la culpa, lastre de mi conciencia desde hace ya algún tiempo, me invita a despedirme de todos vosotros de una forma irrevocable. Sin embargo, tengo aún algunos pormenores que contaros y he creído más factible hacerlo mediante esta misiva, que con hipócritas y solitarios encuentros con cada uno de vosotros. De nada valdría mostrar compasión, clemencia, enojo u otros falsos sentimientos que, debo confesaros, no siento en absoluto. También creo vano el confesarme en la intimidad de vuestra confianza, en las penumbras de una amistad engañosa que emborrona las bocanadas de aire que tomo en estos, mis últimos momentos.

Es cierto, que hubieron instantes de luz en mi sombría existencia. Es cierto también, que los engaños sufridos congelaron mi alma en innumerables ocasiones. Aún así, en cierto modo os comprendo, tal vez incluso os envidie. La absoluta impunidad con la que trazabais infructuosos planes para conspirar a mis espaldas, para tomar a mi esposa como vuestra, la ligereza con la que ella convertía en papel mojado el matrimonio en el que tanta ilusión deposité. Todo ello invocó en mí el más retorcido de los deseos, la necesidad impía de trastornar la traición en tragedia, de dotar de un final cómico, casi burlesco, a la ópera de mi vida.

Debo admitir que el dolor condujo mis actos, aunque más allá de buscar pretextos o argumentar razones, únicamente pretendo poneros en antecedentes. Tardé en hallar respuestas, en escudriñar en el fondo de mi mente buscando porqués. Finalmente, debo aclararos, no los encontré. Sin embargo, bosqueje en la oscuridad de mi profunda soledad, una venganza que debo anunciaros antes de partir:

El dinero no lo es todo en la vida, pero indudablemente abre puertas. También abrió las piernas de vuestras mujeres, que sometidas al poder de los brillantes, complacieron mis mas obscuros deseos de alcoba. Para otras de ellas, bastó con el arrojo de un viejo –no tan viejo- afianzado en su cometido hasta la saciedad. Muchos ya habréis acertado, que no jugué limpio. Urdí estrategias a la medida de cada una y sus respectivos cónyuges, vosotros. Algunos descubriréis que vuestras señoras –no desearía en ningún momento faltar el respeto a tan encomiables damas- son tan o más zorras como lo sois vosotros. En ellas gasté una auténtica fortuna, de hecho, literalmente consumí la totalidad de mi patrimonio hasta la extenuación. –Eso es lo que heredarás de mí, cariño.-

Dicho esto, no me queda más que deciros. Adiós.

P.D.: Finalmente he concurrido en que la finalización de la, tan apasionada existencia estos últimos años, no podía acontecer en el melodrama del suicidio de un viejo decadente. Es por ello que he decidido disfrutar de la compañía de la que ya era mi amante, antes de conoceros a todos vosotros, a excepción de mi esposa –quién me la presentó un hermoso día de verano-, en alguna paradisíaca isla caribeña, dilapidando lo que he obtenido con la venta de la casa. Cuidad a mis hijos, esos pequeños revoltosos que estáis criando, junto a vuestras frívolas mujeres, desde hace ya algunos años. Adiós.




Leer la historia desde el principio.
Leer el capítulo anterior.


Aquella bala deslizándose lentamente por el aire, produciendo ondas invisibles, desafiando el paso del tiempo, rodando sobre sí misma inherente a mis temores, con la arritmia de la detonación retumbando en mis oídos. Los punzantes cristales atravesando mi piel, derramando mí sangre, roja, cálida y espesa, en inconmensurables estallidos de color al estrellarse contra el suelo. Una lágrima de Emily, susurrando mi nombre, la mirada escondida por un mechón de pelo. Al momento su imagen abalanzándose sobre mi, monstruosa, terrorífica, dispuesta a acabar con mi vida. El miedo me invadía, parecía ver a Hantu apoderándose de mi alma, devorando mis entrañas, sesgando el cuello de aquel chulo, disparando a matar mientras corría hacia el furgón blanco del otro lado de la calle…

Tal vez me despertara por culpa de los escalofríos. Tal vez no. Sudaba abundantemente y apenas sentía mi cuerpo, entumecido en aquel lecho incómodo y maloliente. Mis labios resecos luchando por separarse para pronunciar alguna palabra. Mis párpados parecían negarse a responder a la orden que les daba mi cerebro, de abrirse para dejar entrar algo de luz. Todo se nublaba de nuevo y giraba en una espiral interminable. Creía caer a un abismo, en un viaje sinfín a la profundidad de aquel sueño.

El insistente zumbido de una abeja junto a una de las azaleas del jardín, enturbiaba el dulce tintineo de una de aquellas fuentes de piedra tallada. El aroma del jazmín, las camelias y los rododendros, agolpándose en mi nariz y embriagándome como lo hacían las caricias y besos de Emily. Las risas furtivas y el brillo de sus ojos. Su pelo meciéndose con el viento, sedoso y ligero como las mariposas, juguetón como las golondrinas. Sus brazos entorno a mi cuerpo, sus manos alrededor de mi cuello, apretándolo para robarme la vida. La risa burlona de la muerte rondando mi cabeza, arrastrándome hacia aquel agujero infinito…

Me sentía sucio e incómodo. Para lo poco que empezaba a sentir mi cuerpo, era para experimentar el dolor y el entumecimiento de mis articulaciones. Espontáneamente, sin avisar, entreabrí los ojos para cegarme con la luz que se filtraba por la sencilla cortina que escondía tras de sí una ventana al patio interior. En esfuerzo sublime, conseguí levantar levemente la cabeza y echar un vistazo a mi alrededor. Me hallaba tumbado en el camastro de la habitación de Setiawan, igual de desordenada que cuando la vi por primera vez. Maletas y ropa desperdigada, tapando los rincones y los escasos muebles. El techo desconchado y ennegrecido por la humedad, la puerta cerrada y la luz apagada.

Un pinchazo me hizo recordar que mi brazo andaba agujereado desde hacía algún tiempo. Me sorprendí al ver un extraño vendaje, que me cubría el hombro y medio brazo, practicado con grandes hojas de alguna extraña planta exótica que no había visto hasta entonces. De él, supuraba un anaranjado líquido que parecía ser algún tipo de ungüento o cataplasma y que rezumaba un insufrible olor a podrido.

Temí lo peor y por un instante creí perder el brazo para siempre, idea que en absoluto me agradaba, pues con los años le había tomado apego. Deshice aquel curioso trenzado verde esperando a encontrar un desastre irremediable. Al apartar las hojas, el sirope anaranjado cubría por completo la piel de mi hombro, así que tomé una de las muchas prendas de ropa esparcidas por el suelo y me afané, aunque cuidadosamente, en dejar a la vista el agujero por dónde había entrado la bala.

Desconocía cuanto tiempo llevaba allí tumbado. Podían haber pasado horas, días o semanas. La ligera espesura de mi incipiente barba, picándome bajo la barbilla y los pliegues del cuello, me llevaron a calcular que por lo menos había permanecido en aquel cuartucho no menos de cuatro o cinco días. Por fin terminé de retirar aquella pasta y para mi sorpresa, descubrí una herida cerrada, con una piel nueva, rosada y suave en dónde antes había un agujero. No podía ser. El apestoso remedio había resultado ser milagroso, aunque es cierto, que el hedor que desprendía era tan sorprendente como su eficacia.


Por mi cabeza pasaron miles de preguntas, como por ejemplo, ¿dónde estaba Setiawan? ¿Dónde estaba Emily? ¿Acaso La Organización me habría dado ya por muerto? Debía poner orden a mis ideas, pero sobre todo, necesitaba darme una ducha e ingerir algo sólido.

Continuará...



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