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En algún tiempo remoto, tal vez en algún país lejano, cuentan las leyendas que un joven príncipe, heredero de un reino próspero y prometedor, halló a su tan ansiada princesa, en una joven inteligente y bella, que le cautivó el corazón, depositó en él sus sueños y le prometió eterna fidelidad.
Juntos trazaban planes de futuro, soñaban con un reino aún mejor si cabía. Gozaban de las cosas buenas de la vida, del amor que se proferían, de todo cuanto les rodeaba. Sus ilusiones y deseos iban a una. -Se dice que no podían respirar el uno sin el otro-. Bordaron con sus arrumacos una vida idílica, casi insultante de su rebosar de felicidad. Incluso pensaron con fervor en un vástago a quién criar bajo el techo de su seguridad.

Llegó el día en que el reino heredado, les rindió finalmente pleitesía. Los pesares de la vida y el sueño inerte de los que hasta aquel momento fueron sus reyes, no empañaron el júbilo del pueblo y mucho menos aún, el de nuestros atortolados príncipes, ahora ya convertidos en reyes y señores de una tierra rica y fértil.

Durante muchos años, buscaron causas por las que luchar. En muchas ocasiones las hallaron, otras las fingieron para no perder el norte. Paso a paso se embarcaron en una y otra empresa, crecieron y acumularon más y más riqueza y con ella emprendían nuevos retos que acometer con energía y decisión.

Pero como en la mayoría de estos casos, comieron y comieron perdices y fueron muy felices. Pero un día, tan exquisitas aves empezaron a escasear. La bonanza conocida flaqueó hasta el extremo. Las fértiles tierras ribereñas dejaron paso a vastas llanuras desérticas que no producían grano alguno. El fervor de su pueblo se tornó hambruna y miseria. Los proyectos iniciados absorbían los recursos acumulados durante tanto tiempo, a un paso estrepitosamente alarmante.

Lejos de unirse ante la penuria, la discordia irrumpió en sus vidas en tan inoportuno momento. Él se volvió irascible, ella dejó de ser aquella dulce y bella dama que fue. Ambos buscaron refugio –con más o menos intensidad, según el caso-, en brazos ajenos. El desacuerdo incluso evolucionó hasta la cólera, llevando a nuestros jóvenes, a distanciarse más y más según avanzaba el tiempo. Omitieron hablar de lo obvio de la situación y simplemente, poco a poco, se abandonaban, casi sin saberlo, el uno al otro.

Las medidas desesperadas por salvar el reino, no surtían efecto alguno y el pueblo estallaba en revueltas y motines, exaltado por la necesidad, asediando con aplomo el pretencioso castillo real.

En el consuelo de una joven cortesana, el hundido rey encontraba su resuello, su propia paz, una ventana de luz en su pozo de amargura. Sin embargo, la piedad y la buena voluntad de la joven confundieron al príncipe hasta caer rendidamente enamorado a sus pies. La joven dama, fiel a su reina, por la que daría la vida, rechazó los sentimientos del consorte. Jamás le volvió a dirigir palabra, pues a pesar de amarlo profundamente, sabía que no podía faltar a su promesa. No era capaz de clavar en su señora la daga de la mentira y decidió hacerse a un lado y borrar de su corazón y de sus recuerdos todo cuanto había soñado para con su amado.

Nuestro ya decadente rey enloquecía con los días y las noches de extremo sufrimiento. La indiferencia de su esposa, la ignorancia de su amada, la decadencia de su reino y la impotencia de ver como todo cuanto había tocado se destruía, le carcomían las entrañas. Buscó mil soluciones, a lo uno y a lo otro, por las buenas y por las menos buenas, con la lucha y con el diálogo, con la pasión y con el desdén. Blandió la espada contra su pueblo, castigó y tiranizó con la insolvencia de sus decisiones, a un más que mermado ejército. Los males de su pueblo se convirtieron en los suyos propios, enfermando hasta la agonía y cruzando el umbral de la locura.

Jamás llegó el vástago que hiciera resurgir de las cenizas a aquel próspero reino. Se desconoce por completo que fue de aquella compasiva cortesana. De la reina, se sabe que permaneció en castillo hasta el fin de sus días. El rey, hacinado en la torre más alta del castillo, pasó largos años de aislamiento, recluido por voluntad propia, en el más apartado de los rincones de aquel reino empobrecido y desdichado. Jamás fue capaz de mirarse en un espejo, ni de obtener la respuesta a sus plegarias. Algunos cuentan, que murió de viejo. Otros dicen que de la tristeza que le invadía, se le secó el corazón y se convirtió en piedra. Algunos aventuran –esto es menos probable-, que llegó a pactar con el diablo con tal de volver a ver, aunque una sola vez fuera, a la amada que tanto extrañaba y que aún así, ésta no quiso complacerle. En cualesquiera de estos casos, sí es cierto, que fueron felices y que comieron perdices, pero sólo por un tiempo.


Dedicado a mi princesa y por que este cuento, sea sólo eso: un cuento.


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