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Los viejos tienen un olor característico que impregna el ambiente de la residencia. Una mezcla de linimentos, jarabes y fluidos corporales. No es una cuestión de higiene, creo yo. El personal sanitario se ocupa de eso y de muchas cosas más. Siempre que he venido, he pensado que se trata del olor de las historias que llevan consigo tras tantos años sumando las más variopintas vivencias. De algún modo, arrastran con ellos esa peculiar característica, para la mayoría difícil de identificar.


Llevo años visitando a mi abuela, internada en este centro desde que le empezó a fallar la cabeza. «Un asesinato en vida» dijo ella cuándo mi madre y sus hermanos se lo propusieron. No le hizo gracia perder una libertad que en realidad era únicamente producto de su imaginación. Estaba impedida desde que se rompió la cadera y el fémur. Una putada. Pero cuando cerraba los ojos viajaba a algún lugar imposible, sacado de un mapa secreto que sólo ella había memorizado en alguna aventura anterior. Eso sin duda no ayudó a mantenerla en casa más tiempo.


Toda mi familia siente lástima por ella. Hablan de quién había sido, de cuando trabajaba como guía turístico, de los años pasados y de lo muchos delirios que la frecuentaban últimamente. Todos coinciden en que no durará mucho, pero en realidad no hay nada que respalde esa teoría. Jamás han prestado atención real a las aventuras que narra cuando despierta de la siesta. «Se le ha ido la cabeza» justifica siempre mi madre.


Sin embargo, yo sigo creyendo que está más cuerda que la mayoría de ellos. Simplemente prefiere navegar entre fantasías, antes que ahogarse en la realidad. Ninguno de nosotros (me incluyo) destacamos en nada de lo que hacemos. Podrían tildarnos de mediocres y no tendríamos derecho a enfadarnos. Esa crítica dolería mucho más si viniera de alguien cercano. Alguien como mi abuela. Tal vez por eso, ella es consciente y prefiere correr aventuras en sueños y librar batallas marinas durante la siesta. Yo seguiré sintiendo fascinación por ella y por las corredurías imaginarias de una entrañable abuelita senil.
 

Sin embargo, hoy ha ocurrido algo diferente. Llegué a la residencia algo mojado por culpa de la lluvia. Estos días cae con rabia. Saludé a una enfermera joven que había en la recepción. No la conozco, tal vez sea nueva y esté en prácticas. A estas alturas las tengo a todas fichadas y ésta no se me habría pasado por alto. La familiaridad del lugar y mis múltiples distracciones me hicieron llegar hasta la habitación 412 casi sin darme cuenta. Llamé a la puerta y entré sin esperar respuesta. Mi abuela estaba recostada en la cama con los ojos cerrados. Me pareció tranquila y pálida. Muy pálida. Demasiado pálida. Dos segundos fueron suficientes para comprender que se había ido. Lo había hecho sola, sin su familia. Quise pensar que absorta en una de sus aventuras. Me acerqué para besarla, al tiempo que dos lágrimas gordas y pesadas se abrían paso desde mis ojos hasta mis labios. Acaricié su rostro, flácido y arrugado. Quise tomar sus manos, pero su puño derecho estaba cerrado con fuerza. Jamás habría pensado que la mano de un muerto podía tener tanta fuerza. Pero en mi empeño descubrí que el puño albergaba un papel doblado. Intrigado y sorprendido a partes iguales, desdoblé el papel cuidadosamente. De entre los pliegues apareció un rubí de un rojo intenso como jamás había visto antes. La tinta emborronada del papel contenía una nota y dibujaba un mapa. Era uno de esos planos complicados, con multitud de anotaciones y garabatos por todas partes. En la parte inferior derecha, en un marco trazado con bolígrafo azul, rezaba. “Alex, sigue el mapa y alcanza tus sueños.”


Bajé por las escaleras para notificar a las enfermeras el fallecimiento de mi abuela. En la recepción estaba Lola, una cincuentona simpática que trataba a los ancianos con mucho cariño.


— ¡Uy, hola! No te visto llegar hoy.
— Cuando lo hice estaba la chica nueva. Una joven y guapa.
— ¿Nueva? No hay ninguna nueva. ¡Y yo soy la más guapa de aquí!


Le expliqué cómo me había encontrado a mi querida abuela esa tarde. Lo hice con la mano metida en el bolsillo de mis vaqueros, acariciando con las yemas de los dedos las aristas de un rubí que le daba una nueva perspectiva a mi vida. Tal vez ahora era yo el que soñaba despierto.



(NOTA: Este texto corresponde al ejercicio nº74 del taller de escritura del blog de literautas. Lo he escrito fuera de plazo, así que no lo subiré allí. Pero he pensado que sería interesante crear una entrada en este blog, ya que hacía 15 años que no creaba ninguna).

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