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Tras más de ocho meses de inactividad, por motivos diversos e irrelevantes, que tal vez algún día os cuente; me complace anunciar que tengo intención de retomar mi actividad blogera y así continuar con las historias que dejé a medias en su día y más que probablemente iniciar algunas nuevas que espero que os hagan disfrutar al menos un poquito.


En este tiempo, temo haber perdido a la práctica totalidad de los lectores que venían siendo habituales, así que a aquellos que sigáis por aquí, os agradecería que corrierais la voz sobre mi vuelta.


Tengo algunas ideas para “Cartas a Suzzane”, “Crónicas de Adalsteinn” y “Zohn el heredero de la tierra”, además, como no, de continuar con las “Cartas psicóticas” que tanto me gustan.



Como siempre, se aceptan sugerencias, ideas, críticas y demás. Espero también sacar algo de tiempo de dónde sea, además de para contestar a todos los comentarios, para visitar vuestros blogs y dejar una pequeña huella por allí.


Pronto, muy pronto, podréis seguir leyendo mis pequeñas historias.



En algún tiempo remoto, tal vez en algún país lejano, cuentan las leyendas que un joven príncipe, heredero de un reino próspero y prometedor, halló a su tan ansiada princesa, en una joven inteligente y bella, que le cautivó el corazón, depositó en él sus sueños y le prometió eterna fidelidad.
Juntos trazaban planes de futuro, soñaban con un reino aún mejor si cabía. Gozaban de las cosas buenas de la vida, del amor que se proferían, de todo cuanto les rodeaba. Sus ilusiones y deseos iban a una. -Se dice que no podían respirar el uno sin el otro-. Bordaron con sus arrumacos una vida idílica, casi insultante de su rebosar de felicidad. Incluso pensaron con fervor en un vástago a quién criar bajo el techo de su seguridad.

Llegó el día en que el reino heredado, les rindió finalmente pleitesía. Los pesares de la vida y el sueño inerte de los que hasta aquel momento fueron sus reyes, no empañaron el júbilo del pueblo y mucho menos aún, el de nuestros atortolados príncipes, ahora ya convertidos en reyes y señores de una tierra rica y fértil.

Durante muchos años, buscaron causas por las que luchar. En muchas ocasiones las hallaron, otras las fingieron para no perder el norte. Paso a paso se embarcaron en una y otra empresa, crecieron y acumularon más y más riqueza y con ella emprendían nuevos retos que acometer con energía y decisión.

Pero como en la mayoría de estos casos, comieron y comieron perdices y fueron muy felices. Pero un día, tan exquisitas aves empezaron a escasear. La bonanza conocida flaqueó hasta el extremo. Las fértiles tierras ribereñas dejaron paso a vastas llanuras desérticas que no producían grano alguno. El fervor de su pueblo se tornó hambruna y miseria. Los proyectos iniciados absorbían los recursos acumulados durante tanto tiempo, a un paso estrepitosamente alarmante.

Lejos de unirse ante la penuria, la discordia irrumpió en sus vidas en tan inoportuno momento. Él se volvió irascible, ella dejó de ser aquella dulce y bella dama que fue. Ambos buscaron refugio –con más o menos intensidad, según el caso-, en brazos ajenos. El desacuerdo incluso evolucionó hasta la cólera, llevando a nuestros jóvenes, a distanciarse más y más según avanzaba el tiempo. Omitieron hablar de lo obvio de la situación y simplemente, poco a poco, se abandonaban, casi sin saberlo, el uno al otro.

Las medidas desesperadas por salvar el reino, no surtían efecto alguno y el pueblo estallaba en revueltas y motines, exaltado por la necesidad, asediando con aplomo el pretencioso castillo real.

En el consuelo de una joven cortesana, el hundido rey encontraba su resuello, su propia paz, una ventana de luz en su pozo de amargura. Sin embargo, la piedad y la buena voluntad de la joven confundieron al príncipe hasta caer rendidamente enamorado a sus pies. La joven dama, fiel a su reina, por la que daría la vida, rechazó los sentimientos del consorte. Jamás le volvió a dirigir palabra, pues a pesar de amarlo profundamente, sabía que no podía faltar a su promesa. No era capaz de clavar en su señora la daga de la mentira y decidió hacerse a un lado y borrar de su corazón y de sus recuerdos todo cuanto había soñado para con su amado.

Nuestro ya decadente rey enloquecía con los días y las noches de extremo sufrimiento. La indiferencia de su esposa, la ignorancia de su amada, la decadencia de su reino y la impotencia de ver como todo cuanto había tocado se destruía, le carcomían las entrañas. Buscó mil soluciones, a lo uno y a lo otro, por las buenas y por las menos buenas, con la lucha y con el diálogo, con la pasión y con el desdén. Blandió la espada contra su pueblo, castigó y tiranizó con la insolvencia de sus decisiones, a un más que mermado ejército. Los males de su pueblo se convirtieron en los suyos propios, enfermando hasta la agonía y cruzando el umbral de la locura.

Jamás llegó el vástago que hiciera resurgir de las cenizas a aquel próspero reino. Se desconoce por completo que fue de aquella compasiva cortesana. De la reina, se sabe que permaneció en castillo hasta el fin de sus días. El rey, hacinado en la torre más alta del castillo, pasó largos años de aislamiento, recluido por voluntad propia, en el más apartado de los rincones de aquel reino empobrecido y desdichado. Jamás fue capaz de mirarse en un espejo, ni de obtener la respuesta a sus plegarias. Algunos cuentan, que murió de viejo. Otros dicen que de la tristeza que le invadía, se le secó el corazón y se convirtió en piedra. Algunos aventuran –esto es menos probable-, que llegó a pactar con el diablo con tal de volver a ver, aunque una sola vez fuera, a la amada que tanto extrañaba y que aún así, ésta no quiso complacerle. En cualesquiera de estos casos, sí es cierto, que fueron felices y que comieron perdices, pero sólo por un tiempo.


Dedicado a mi princesa y por que este cuento, sea sólo eso: un cuento.


A veces me pregunto cómo debe ser el convertirse en padre, el traer al mundo –o colaborar en lo que se pueda-, a un nuevo ser, una pequeña criatura rosada, vulnerable y entrañable que me haga babear y sentirme orgulloso, con cada uno de sus suspiros, llantos, sonrisas, palabras o gestos.

En cierto modo, dicen que es ley de vida, que lo normal es que así sea, que debemos tener a nuestros pequeños, formar una familia, verlos crecer, que colmarán nuestras vidas de alegrías y emociones. Aún así, cuando no has experimentado aún esa sensación, cuando no sabes lo que es traer a tu pequeño a este mundo, es imposible no tener miedos, dudar sobre si estarás preparado, o si serás un buen padre.

Yo no lo sé aún. No tengo pequeños con los que babear ante su gateo. Ni siquiera sé si los tendré algún día. Aún así, estoy seguro de que si llega ese día, daré la vida por ese pedacito de mí. Le legaré mi cordura y mi locura, mi ignorancia y mi sabiduría, mi bondad y mi carácter. Tengo la esperanza de que si algún día llega esa pequeña maravilla, encuentre en mí una referencia, una guía, que le ayude en su particular lucha de la vida, que le aporte el coraje y la paciencia para disfrutar de todo cuanto le rodee.

Quiero creer, que el mismo amor que yo le confiese desde el mismo día en que nazca –o incluso desde mucho antes-, será recíproco y sincero. Que igual que yo le tenderé mi mano cuando dé sus primeros pasos, él o ella me tienda las suyas cuando yo de mis últimos. No lo puedo saber con certeza, pero sin duda, estoy convencido de que así será. Pienso con fuerza en que será mi guía cuando ya no pueda ver, mi susurro cuando no pueda oír, o mi voz cuando no pueda ya hablar.

La vida se tercia corta o larga según desde que extremo se observe y no querría, encontrarme un día en el extremo en el que asemeja breve, sin haberle agradecido las atenciones, los mimos, las caricias y los te quiero, que a bien seguro me brindará.

Por todo ello, a pesar de no haber nacido aún. A pesar de ni tan sólo estar en camino, ni en proyecto, ni siquiera saber si llegarás algún día, quiero darte las gracias, por que se que las merecerás y temo que cuando repare en que debo dártelas, sea ya demasiado tarde.

Tal vez algún día crezcas y lleguen a ti estas líneas. De ser así, espero que en ellas se refleje algo de mi alma y de mi cariño. Si aún me tienes cerca, ven, abrázame y bésame. Yo sabré que estás ahí, en todos los sentidos. Por otro lado, si ya partí en mi viaje infinito, no llores, sonríe con fuerza y yo, esté donde esté, podré sentir tu corazón.

Tu probablemente algún día padre, que te quiere.



En ocasiones creí que con los años se hace uno más sabio, además de más viejo. Sin embargo, me estremecí al descubrir que también la estupidez, de la mano del arrojo, puede ir en aumento hasta alcanzar insufribles cotas de torpeza. Hay una cosa clara: El que toma decisiones no se equivoca, si no que selecciona un camino por el que avanzar en dirección a su destino. Uno jamás elige la alternativa errónea, si no que obtiene el simple fruto de la opción escogida y nunca, nunca, sabrá cuales pudieran haber sido los acontecimientos, si sus pasos le hubieran conducido por el otro lado del desvío.

El problema entonces, quizás radique en lo reflexionado de dichas decisiones, en si los actos se calculan o simplemente acontecen, tomándonos como herramienta de su retorcido capricho. De otro modo, la reflexión en sí, es ya una decisión. Así que quizás tampoco cabe el arrepentirse de no haber meditado la elección.

A pesar de todo esto -que pudiera sonar cuanto menos demagógico-, es posible que el resultado no nos satisfaga, que no alcance nuestras expectativas o como bien puede ocurrir, sea un auténtico desastre.

Por alguna extraña ley de la naturaleza, que no alcanzo aún a entender y mucho menos a exponer, sólo en contadas veces la fortuna nos trae un resultado óptimo. Ese no es el caso ahora. Es por esto que podemos plantearnos la siguiente pregunta:

¿Cómo sé que hago lo correcto?

Quizás esperamos a que una voz grave, que resuena desde el eco de la conciencia, algún tipo de oráculo, que ejerce de juez, con su balanza equitativa de lo bueno y lo malo, nos responda que nunca lo averiguaremos, que simplemente el destino se dibuja con el lápiz que es tu vida, con tus andares y tus tropiezos y que en cualquier caso, no te queda más remedio que seguir por tu camino, sea cual sea y esperes a ver que pasa.

Aún así, no consigo escuchar nunca ese susurro casi divino. Tan sólo espero y me quedo con dudas, que probablemente olvide cuando aparezcan otras nuevas. Y así, viajo por la vida, en busca de un camino que sólo sabré hacia dónde conduce, una vez haya llegado a dondequiera que tenga que llevarme.



Queridos amigos –los que me queden- y esposa. El pesar de la culpa, lastre de mi conciencia desde hace ya algún tiempo, me invita a despedirme de todos vosotros de una forma irrevocable. Sin embargo, tengo aún algunos pormenores que contaros y he creído más factible hacerlo mediante esta misiva, que con hipócritas y solitarios encuentros con cada uno de vosotros. De nada valdría mostrar compasión, clemencia, enojo u otros falsos sentimientos que, debo confesaros, no siento en absoluto. También creo vano el confesarme en la intimidad de vuestra confianza, en las penumbras de una amistad engañosa que emborrona las bocanadas de aire que tomo en estos, mis últimos momentos.

Es cierto, que hubieron instantes de luz en mi sombría existencia. Es cierto también, que los engaños sufridos congelaron mi alma en innumerables ocasiones. Aún así, en cierto modo os comprendo, tal vez incluso os envidie. La absoluta impunidad con la que trazabais infructuosos planes para conspirar a mis espaldas, para tomar a mi esposa como vuestra, la ligereza con la que ella convertía en papel mojado el matrimonio en el que tanta ilusión deposité. Todo ello invocó en mí el más retorcido de los deseos, la necesidad impía de trastornar la traición en tragedia, de dotar de un final cómico, casi burlesco, a la ópera de mi vida.

Debo admitir que el dolor condujo mis actos, aunque más allá de buscar pretextos o argumentar razones, únicamente pretendo poneros en antecedentes. Tardé en hallar respuestas, en escudriñar en el fondo de mi mente buscando porqués. Finalmente, debo aclararos, no los encontré. Sin embargo, bosqueje en la oscuridad de mi profunda soledad, una venganza que debo anunciaros antes de partir:

El dinero no lo es todo en la vida, pero indudablemente abre puertas. También abrió las piernas de vuestras mujeres, que sometidas al poder de los brillantes, complacieron mis mas obscuros deseos de alcoba. Para otras de ellas, bastó con el arrojo de un viejo –no tan viejo- afianzado en su cometido hasta la saciedad. Muchos ya habréis acertado, que no jugué limpio. Urdí estrategias a la medida de cada una y sus respectivos cónyuges, vosotros. Algunos descubriréis que vuestras señoras –no desearía en ningún momento faltar el respeto a tan encomiables damas- son tan o más zorras como lo sois vosotros. En ellas gasté una auténtica fortuna, de hecho, literalmente consumí la totalidad de mi patrimonio hasta la extenuación. –Eso es lo que heredarás de mí, cariño.-

Dicho esto, no me queda más que deciros. Adiós.

P.D.: Finalmente he concurrido en que la finalización de la, tan apasionada existencia estos últimos años, no podía acontecer en el melodrama del suicidio de un viejo decadente. Es por ello que he decidido disfrutar de la compañía de la que ya era mi amante, antes de conoceros a todos vosotros, a excepción de mi esposa –quién me la presentó un hermoso día de verano-, en alguna paradisíaca isla caribeña, dilapidando lo que he obtenido con la venta de la casa. Cuidad a mis hijos, esos pequeños revoltosos que estáis criando, junto a vuestras frívolas mujeres, desde hace ya algunos años. Adiós.




Leer la historia desde el principio.
Leer el capítulo anterior.


Aquella bala deslizándose lentamente por el aire, produciendo ondas invisibles, desafiando el paso del tiempo, rodando sobre sí misma inherente a mis temores, con la arritmia de la detonación retumbando en mis oídos. Los punzantes cristales atravesando mi piel, derramando mí sangre, roja, cálida y espesa, en inconmensurables estallidos de color al estrellarse contra el suelo. Una lágrima de Emily, susurrando mi nombre, la mirada escondida por un mechón de pelo. Al momento su imagen abalanzándose sobre mi, monstruosa, terrorífica, dispuesta a acabar con mi vida. El miedo me invadía, parecía ver a Hantu apoderándose de mi alma, devorando mis entrañas, sesgando el cuello de aquel chulo, disparando a matar mientras corría hacia el furgón blanco del otro lado de la calle…

Tal vez me despertara por culpa de los escalofríos. Tal vez no. Sudaba abundantemente y apenas sentía mi cuerpo, entumecido en aquel lecho incómodo y maloliente. Mis labios resecos luchando por separarse para pronunciar alguna palabra. Mis párpados parecían negarse a responder a la orden que les daba mi cerebro, de abrirse para dejar entrar algo de luz. Todo se nublaba de nuevo y giraba en una espiral interminable. Creía caer a un abismo, en un viaje sinfín a la profundidad de aquel sueño.

El insistente zumbido de una abeja junto a una de las azaleas del jardín, enturbiaba el dulce tintineo de una de aquellas fuentes de piedra tallada. El aroma del jazmín, las camelias y los rododendros, agolpándose en mi nariz y embriagándome como lo hacían las caricias y besos de Emily. Las risas furtivas y el brillo de sus ojos. Su pelo meciéndose con el viento, sedoso y ligero como las mariposas, juguetón como las golondrinas. Sus brazos entorno a mi cuerpo, sus manos alrededor de mi cuello, apretándolo para robarme la vida. La risa burlona de la muerte rondando mi cabeza, arrastrándome hacia aquel agujero infinito…

Me sentía sucio e incómodo. Para lo poco que empezaba a sentir mi cuerpo, era para experimentar el dolor y el entumecimiento de mis articulaciones. Espontáneamente, sin avisar, entreabrí los ojos para cegarme con la luz que se filtraba por la sencilla cortina que escondía tras de sí una ventana al patio interior. En esfuerzo sublime, conseguí levantar levemente la cabeza y echar un vistazo a mi alrededor. Me hallaba tumbado en el camastro de la habitación de Setiawan, igual de desordenada que cuando la vi por primera vez. Maletas y ropa desperdigada, tapando los rincones y los escasos muebles. El techo desconchado y ennegrecido por la humedad, la puerta cerrada y la luz apagada.

Un pinchazo me hizo recordar que mi brazo andaba agujereado desde hacía algún tiempo. Me sorprendí al ver un extraño vendaje, que me cubría el hombro y medio brazo, practicado con grandes hojas de alguna extraña planta exótica que no había visto hasta entonces. De él, supuraba un anaranjado líquido que parecía ser algún tipo de ungüento o cataplasma y que rezumaba un insufrible olor a podrido.

Temí lo peor y por un instante creí perder el brazo para siempre, idea que en absoluto me agradaba, pues con los años le había tomado apego. Deshice aquel curioso trenzado verde esperando a encontrar un desastre irremediable. Al apartar las hojas, el sirope anaranjado cubría por completo la piel de mi hombro, así que tomé una de las muchas prendas de ropa esparcidas por el suelo y me afané, aunque cuidadosamente, en dejar a la vista el agujero por dónde había entrado la bala.

Desconocía cuanto tiempo llevaba allí tumbado. Podían haber pasado horas, días o semanas. La ligera espesura de mi incipiente barba, picándome bajo la barbilla y los pliegues del cuello, me llevaron a calcular que por lo menos había permanecido en aquel cuartucho no menos de cuatro o cinco días. Por fin terminé de retirar aquella pasta y para mi sorpresa, descubrí una herida cerrada, con una piel nueva, rosada y suave en dónde antes había un agujero. No podía ser. El apestoso remedio había resultado ser milagroso, aunque es cierto, que el hedor que desprendía era tan sorprendente como su eficacia.


Por mi cabeza pasaron miles de preguntas, como por ejemplo, ¿dónde estaba Setiawan? ¿Dónde estaba Emily? ¿Acaso La Organización me habría dado ya por muerto? Debía poner orden a mis ideas, pero sobre todo, necesitaba darme una ducha e ingerir algo sólido.

Continuará...




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Tan sólo a dos manzanas del mercado, la suerte me sonrió y hallé un viejo almacén abandonado en el que ocultarme durante un rato. Registré por encima lo poco que quedaba en pié de aquel pequeño desastre ruinoso. Algunos retales de tela me servirían para un improvisado vendaje de batalla. Un pedazo de goma, envuelto en el trozo de camisa que me había anudado al brazo, sería lo que mordería al arrojar aquel perfume barato sobre el agujero que atravesaba mi hombro. Aunque no fuera muy higiénico, prefería el metálico sabor de la sangre seca, antes que llevarme a la boca un sucio y polvoriento trapo del suelo.

Preparé cuidadosamente todos los útiles de los que disponía sobre una pequeña tabla de madera que utilicé a modo de mesa. El mareo empezó cuando retiré la tela que se había pegado a la herida. Tuve que dar unos tironcitos para retirar el tejido y con ellos se despegó también parte de la piel alrededor del orificio de entrada. Las náuseas aparecieron cuando tuve la insana ocurrencia de echar un vistazo al interior del agujero. -No es que se tratase de una herida aparatosa, ni de que se me vieran las tripas ni nada de eso. Era el simple hecho de saber que el brazo que estaba a punto de intervenir era el mío-. Con algunos pedacitos del algodón extraído de los tampones, que previamente había impregnado en perfume, limpié lo mejor que pude, toda la sangre y las dos heridas. Mordí con fuerza el trozo de goma al mismo tiempo que el sudor y la saliva se mezclaban en las comisuras de mis labios. El momento en que se me nubló la vista, fue sin duda cuando introduje los pedacitos de tampón en el interior de los agujeros. Por un momento creí que no sería capaz de acabar mi pequeña cura antes de desmayarme, pero tras una pausa, un suspiro y una profunda bocanada de aire, reuní fuerzas suficientes para acabar lo que había empezado.

Tras taponar aquellos dos enormes agujeros –del tamaño de un garbancito o un guisante- comprimí el vendaje alrededor del brazo, sujetándolo con un fuerte nudo. Al fin había terminado. Después de aquella angustia, del sabor de la sangre, del inherente aroma del perfume y del punzante dolor de haber hurgado en mi brazo, me acomodé para evitar golpearme al desmayarme. Sentado en el suelo, con la espalda y la cabeza apoyadas en la mohosa pared de ladrillo, caí en un profundo y reparador sueño que duró varias horas.


La noche cubría de nuevo la ciudad y con ella, una fuerte lluvia tapiaba las calles y ahuyentaba a los peatones. Me pareció que un buen remojón me ayudaría a espabilarme, así que me abrigué con una vieja chaqueta de trabajo que encontré en un rincón y me lancé a la calle en busca de algo que comer. Tras un buen rato caminando, casi sin darme cuenta, me hallaba a pocos metros del callejón en el que tirotearon a aquellos dos hombres y sesgaron el cuello al proxeneta.

Quizás fuera algo arriesgado por mi parte, pero sin dinero ni un lugar a donde ir, decidí acercarme a la vieja tienda de la persiana metálica en dónde me encontré con el anciano por primera vez. Sin embargo, ingenuo de mí, a esa hora allí no había nada ni nadie que pudiera darme una respuesta. Volvía a no saber que hacer ni a donde acudir, apenas conocía a nadie en la ciudad y muchos menos, visto lo visto, alguien en que pudiera confiar. El hambre y el cansancio, acentuados por algo de fiebre, agudizaban la sensación de pequeñez que me abrumaba desde que desperté. Debía medicarme si no quería que la herida se infectase. Debía comer algo para no estar tan débil y sobre todo, debía empezar a ordenar en mi cabeza todo lo que había ido sucediendo desde que acudí a mi cita en el templo de Borobudur.

El sonido de las gotas de lluvia rebotando en un llamativo paraguas de color fucsia que protegía a una prostituta, me llamó la atención. Apoyado en el frío muro de piedra de un edificio y con las manos sobre mis muslos, alcé la vista para encontrarme con la mirada de aquella joven. Ella enseguida giró su rostro e hizo ver que no me observaba, pero ese gesto no hizo si no delatarla en su curiosidad. De pronto vino a mi mente la chica con la que pasé la noche en que asesinaron al proxeneta que yo había pagado. Recordé su nombre y en dos largos pasos me planté junto a la chica del paraguas. La tomé del brazo y la giré para ver su rostro. Por desgracia, volvía a equivocarme. Aunque sus rasgos exóticos la recordaban levemente, carecía de la inusual belleza de Setiawan. Después de decirme algunas incomprensibles frases en Malay, la miré fijamente y le dije:

- Setiawan, Setiawan. –Y vocalizando exageradamente, como si así pudiera lograr que comprendiera mejor mi idioma, continué intentándome hacer entender.- Setiawan…busco a Setiawan. Muy importante. Setiawan. Muy importante.

Aunque en primera instancia, la respuesta fue una cara de fastidio, poco tardó en esbozar una sonrisa y echar a andar en dirección al callejón. Apenas había andado unos pasos, se volvió para comprobar que la seguía. Resultaba curiosa la habilidad desarrollada por aquella chica, teniendo en cuenta que calzaba tacones de doce centímetros, para no pisar ninguno de los oscuros charcos del suelo. Por otro lado, yo me percataba de que estaban allí, cada vez que metía el pie, hasta la altura del tobillo, en cada uno de ellos. Con los pies empapados, la cara chorreando por el agua que se precipitaba desde mi cabello, magullado y dolorido por la herida del hombro y con la mirada enturbiada por la fiebre que iba en aumento, seguí las indicaciones y permanecí de pie, bajo la lluvia, frente a una destartalada puerta de color verde. Verde, el color de la esperanza, pensé.

Pude oír algunas palabras en Malay que como siempre, no alcancé a comprender. Sin embargo, me pareció escuchar el nombre de Setiawan varias veces. Al fin la puerta se abrió, asomó por ella el paraguas fucsia que precedía a la chica que me había guiado, la cual, tras guiñarme un ojo y lanzar un beso al aire, se fue por el callejón entre murmullos y risitas.


Setiawan me miraba con ternura desde detrás de la puerta y me invitó a que pasara al interior del edificio. La seguí por un pasillo angosto y poco iluminado, como hipnotizado por el vaivén de sus caderas, ceñidas en una falda de licra verde y el contoneo de sus hombros, medio descubiertos por una blusa de seda de color negro, hasta llegar a la puerta de una pequeña y abarrotada habitación. Apenas unos pocos metros cuadrados ocupados en su mayoría por dos camas, unas maletas y ropa amontonada que casi no dejaba ver el suelo. Estaba claro que el orden no era su fuerte, pero a pesar de todo, el lugar se veía limpio y seco. No hizo falta que me invitara a sentarme, ya que tan sólo un instante después de cerrar la puerta, caí desmayado sobre las maletas apiladas.

Continuará…


Leer el siguiente capítulo.


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