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Una vez puesta tierra de por medio, abandoné aquel viejo coche en un aparcamiento público. Sin duda, ahora debía extremar la prudencia, así que antes de salir del lugar, me cercioré de que la cámara de seguridad de la salida no me grabara. Para ello utilicé la manga derecha de mi camisa. La otra sirvió de vendaje improvisado en mi brazo, para detener la hemorragia de la herida.

Eran dos agujeros limpios. Uno por delante y otro por detrás del brazo. Apenas tendrían el tamaño de un garbanzo. La bala aún caliente, cauterizó ligeramente el tejido, así que la sangre no era abundante. Nunca antes había recibido un disparo y lo cierto es que no era tal y como lo imaginaba. Aunque sí es cierto que sentía dolor, lo que más me molestaba era el incesante escozor y la sensación de que el brazo se me despegaba del cuerpo. Era preciso buscar la manera de desinfectar aquel destrozo, de lo contrario, sabía que experimentaría un auténtico calvario.

A unas manzanas de allí, encontré un pequeño café y pregunte por los aseos. Allí me lavé la pegajosa sangre de las heridas y extraje los últimos cristales de la palma de mi mano. Parece mentira, lo que el agua es capaz de hacer por sí sola. Me sentí con muchas más fuerzas después de refrescarme la cara y la nuca. Aunque en ese momento sería capaz de matar –en sentido figurado- por una ducha caliente, tenía otros asuntos más urgentes que solucionar. En casa de Emily quedó mi documentación, mi pasaporte, mi dinero, mi teléfono móvil. Ahora no tenía nada. Sabía que la estación de la Plaza Rakyat estaría vigilada, así que era imposible ir a allí. Sólo me quedaba una solución posible: Llamar a mi amigo Nenad.

Aproveché el preciso instante en que el camarero del interior de la barra se hallaba de espaldas, para coger una pieza de fruta de un gran cesto de mimbre que había sobre el mostrador. Se trataba de una carámbola o “starfruit” que así es como se conoce en el lugar. Lejos de los dulces mangos o los apestosos durianes, se asemejaba a un pimiento verde se sabor agridulce. La mastiqué y tragué sin reparar demasiado en su sabor, más por ansiedad que por hambre. Debía encontrar un teléfono, así que seguí caminando por la calle sin rumbo definido.

Para mi fortuna, la ciudad se encontraba plagada de turistas desprevenidos durante aquella época del año. No fue difícil hacerme con un pequeño bolso que llevaba una mujer colgado del hombro. Para cuando se dió cuenta de su pérdida yo había cruzado ya el mercado y me disponía a salir. Sabía que la naturalidad y la decisión eran importantes en estos casos y hasta incluso yo mismo quedé sorprendido de lo fácil que había resultado. Me oculté entre unas grandes cajas en la parte trasera del mercado. Abrí el bolso en busca de mi botín: Unas gafas de sol para mujer. No me eran útiles. Dos tampones. Los guardé para usarlos a modo de algodón para limpiarme las heridas. Dos barras de labios. No me eran útiles. Un pequeño frasquito de perfume. He aquí el desinfectante perfecto para mi improvisado botiquín. Medio chicle cuidadosamente envuelto en su papel. Por fin pude deshacerme del sabor de aquella maldita fruta. Un sencillo mapa de la ciudad que probablemente le facilitaran en su hotel. Lo volví a plegar y lo guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón. Llegábamos a la parte interesante: Un monedero de piel. Lo abrí buscando dinero. Sólo cayó algo de calderilla. Suficiente para hacer una breve llamada internacional. Deseché también el quedarme con el pasaporte y las tarjetas de crédito. Para el primero no disponía ni de tiempo ni de medios para tratar de falsificarlo y tampoco me pareció prudente utilizar las visas de aquella pobre mujer. Reintroduje de nuevo en el bolso todo lo que no me servía y lo abandoné entre las cajas.

Lejos de sentir remordimientos o lástima alguna por la mujer a la que sustraje aquellos enseres, me sentía como un chiquillo tras hacer una trastada. Temía que me descubrieran, pero el subidón de adrenalina fue de lo mejorcito del día.

Continuará…


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- Zohn, el heredero de La Tierra (1ª Parte).
- Zohn, el heredero de La Tierra (2ª Parte).

Hace algo más de dos siglos, se produjo un fenómeno que aterró a todo ser viviente en nuestro planeta. Siempre se había creído, que el hombre sería el responsable del deterioro que pondría fin a la supervivencia. Sin embargo, nadie se había parado a pensar que nuestra raza habitaba en un planeta envenenado y desahuciado desde hacía miles de años. Algunos de los minerales explotados en muchas ocasiones para su utilización como combustibles, tenían conocidos efectos radioactivos que aunque trataron de controlarse durante su industrialización, poseían un aletargado poder devastador que aguardaba al capricho de La Tierra para fustigar a sus habitantes. Se dice en los libros de historia, que un gran temblor sacudió toda la corteza terrestre durante más de una semana. Eso no fue más que un pequeño anticipo de lo que estaba sucediendo unos cuantos cientos de kilómetros bajo nuestros pies. Sin una explicación, hasta día de hoy, demasiado concluyente, se sabe que una gran reacción termonuclear provocó que el magma terrestre multiplicar su volumen por diez, lo que hizo que todos los volcanes conocidos, y otros muchos nuevos que aparecieron, vomitaran simultáneamente lava incandescente al exterior. Sin embargo, lo peor fue que entre los minerales fundidos que formaban esa enorme riada anaranjada, se encontraban grandes cantidades de plutonio, uranio y otras sustancias altamente contaminantes. Más allá del impacto volcánico que destruyo la mayoría de las ciudades e infraestructuras, el cielo se mantuvo cubierto de espesas nubes de polvo, humo y cenizas, durante varias semanas, con todos los efectos que ello conlleva. Un manto de radioactividad envenenó campos, animales y personas. Tan sólo una parte de la población pereció durante esos días. El resto, quedó condenada a las penurias y la hambruna hasta el fin de los días.

La lucha por alcanzar planetas habitables había resultado infructuosa pese a la esperanza depositada en ella. Se exploraron decenas de planetas, algunos ciertamente lejanos, pero los resultados no fueron más que un espejismo que se desvaneció ante nuestros ojos. Sólo nos quedó resignarnos a un final infeliz, doloroso y apático. Nos dispusimos pues, a consumir poco a poco los recursos que nos quedaban, sabiendo que algún día se acabarían y con ellos nuestras vidas. Sin embargo, como humanos que somos, hemos conseguido adaptarnos en cierto modo. La espera ha resultado más larga de lo planeado y varias generaciones, una tras otra, han sobrevivido llevando a la espalda la pesada losa que algún día cubrirá nuestra tumba.

Sin duda alguna, parándonos un instante a reflexionar, podíamos ser testigos del más básico de nuestros instintos: la supervivencia. La recién formada y radioactiva corteza terrestre, vulgarmente conocida como la cáscara, transformó por completo los sistemas montañosos, los mares, los ríos y la meteorología. Todo ello obligó a idear nuevos vehículos, a elaborar nuevos mapas, a concebir nuevas industrias, a proveernos de nuevos alimentos y a inventar nuevas ciudades. Quizás, ésta era para mi una de las cuestiones que más me atraían de aquel cambio. Antiguamente, los arquitectos y topógrafos, estudiaban la orografía del terreno para ubicar sus construcciones. Sin embargo, ahora eran los geólogos y los físicos los que determinaban su ubicación. Las altas concentraciones de residuos atómicos se filtraban en inacabables columnas verticales hacia el centro del planeta y liberando a la atmósfera su carga venenosa que se diluía en los fuertes vientos que una vegetación casi inexistente apenas lograban frenar. Eso limitaba enormemente la capacidad de expansión de las ya de por si grandes urbes. Un detalle espectacular se podía contemplar en las grandes fallas recientemente formadas, las cuales habían sido aprovechadas creando un nuevo sistema de construcción horizontal sobre superficies verticales. La gravedad se había convertido para los arquitectos e ingenieros en un fino equilibrio entre la supervivencia y el desastre. Desaparecieron ideas como la creatividad o el lujo y fue la funcionalidad de los pequeños refugios familiares la que determinó la sobriedad de las construcciones.

Era precisamente en una de esas tristes, grises e insignificantes viviendas, en donde Zohn se había criado junto a sus padres y a su hermana. Los primeros habían fallecido hacía ya muchos años. Él apenas alcanzaba a recordar el dulce timbre de voz que poseía su madre, o las fuertes y castigadas manos de su padre. Su hermana Ithila, unos años mayor que él, salió un día de casa para no regresar jamás. Pasó largas semanas tratando de encontrarla, llorando su ausencia, temiendo lo peor y finalmente resignándose a que hubiera corrido una suerte funesta, pero más que probable. No supo más de ella.

Continuación en:
- Zohn, el heredero de La Tierra (4ª Parte).



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