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Hola, este es el libro de visitas del blog.
Puedes dejar aquí tu comentario, saludo, crítica, o lo que sea.

¡Un abrazo!

Aunque en un principio el blog pretendo dedicarlo prácticamente en exclusiva a mis propios relatos, o a los que algún colaborador quisiera ver publicado, no puedo dejar de comaprtir con todos vosotros mi última lectura.

Se trata de un relato corto de Juan Carlos Pereletegui, un autor al que acabo de descubrir, y del cual he disfrutado durante la lectura de este cuento.

La obra en cuestión se llama: Geometría Variable.
Podéis leerla completa, y de manera libre y gratuita aquí.

Entiendo que la palabrería técnica a algunos les resulte un tanto tediosa durante la lectura, pero a mí, personalmente, me ha hecho sentir como en el trabajo. A mi parecer, vale la pena realizar la lectura completa y llegar hasta el final. Al cabo de un rato de estar leyendo, asumes la terminología técnica como si se tratara de tu vocabulario habitual, pero eso sí, no hay ni un sólo párrafo en el que el autor deje de sorprenderte con su capacidad inventiva.

Estoy impaciente por leer el resto de sus obras.

Colmillo Blanco, ¿Por que te relames?. Aquí no hay nada para comer, estamos solos tu y yo...

Bueno, bueno...Queridos amigos, lectores, curiosos y despistados:
Durante los últimos días, o mejor dicho, durante las últimas noches, he centrado mi actividad bloggistica en crear una apariencia cuanto menos, y a mi entender, curiosa para este pequeño rincon de la blogosfera, dejando de lado, en parte lo más importante: El contenido.

Ahora empiezo a estar ya satisfecho con el colorido, la organización y demás. Aunque todo sea dicho, estoy aprendiendo a marchas forzadas todo lo que este singular entorno me ofrece. Se aceptan críticas, sugerencias e ideas. Ahora, que les haga caso o no, es por supuesto cosa mía. En cualquier caso, os agradeceré los comentarios que me vayáis dejando, a los cuales prometo responder y prestar toda la atención posibles.

Los que habéis conocido este pedacito de la red desde el día en que lo empecé (Creo que fue el 13/12/2007), habréis visto la evolución que ha sufrido. Me gustaría que vosotros también me diérais vuestra opinión.

Y por último, en esta entrada, me gustaría animar a todos aquellos amigos que me contestan por e-mail, a que se aventuraran a dejarme comentarios en el blog, en las entradas que voy subiendo, aunque por supuesto, seguiré contestando sus correos.

En fín, como esta entrada no es propiamente sobre ningún relato de fantasía, si no que es más bien informativa, prometo en breve compartir con todos vosotros nuevos relatos.

¡Ah! Y una cosa más: Sobre los relatos que voy publicando, me gustaría dar continuidad a aquel que tenga más aceptación por parte de los lectores, así que si en vuestros comentarios me concedéis una nota del 1 al 10, la selección del relato a continuar desarrollando será más sencilla.

Nada más. Sólo agradeceros vuestro tiempo, vuestro apoyo y vuestro interés.

Y para que aquel que se haya aventurado a leer entera esta entrada, aqui dejo unas lineas, para que la lectura no haya sido en vano, y se lleven un pedacito de relato:


El vapor asciende, flota en el aire, y va de aquí para allá. Busca aire fresco que le haga condensar. Así es como nací yo. Soy una gota de lluvia. Soy una entre miles de millones. Aún así, soy única e irrepetible. Vengo desde más allá de las nubes que tú ves, pues soy hija de nubes de altas capas. Me estoy moviendo. Me cruzo con mis hermanas. Algunas de ellas se funden en una sola para al poco volverse a separar en jóvenes salpicaduras. Algunas jamás llegarán al suelo, y tropezarán con rayos que las vaporicen, o con algún obstáculo en el aire que termine con su existencia. Otras me acompañarán en mi viaje, y llegaremos a nuestro destino. El aire me mece, y empiezo a tomar velocidad. Atravieso nubes, una tras otra, de todos los tipos. Esquivo a mis hermanas y cojo más velocidad. Estoy cayendo. La vista es increíble. El mundo debajo de mí. Veo ciudades, ríos y mares. ¿A dónde iré a parar? Si pudiera elegir quisiera caer en el campo, y formar parte para siempre de la longeva vida de un árbol. Pero no puedo. Estoy yendo muy deprisa, y la tierra se hace cada vez más grande. Ya no alcanzo a ver lugares que veía hace tan sólo un instante. Tengo miedo. Quisiera estar segura de no sentir dolor cuando llegue a abajo, pero no lo sabré hasta que llegue. En fin, mi único cometido es caer, no debo hacer nada más. Me dejo guiar por ráfagas de viento. Me resigno. Ya se acerca. Echo un último vistazo a mí alrededor. No caeré en dónde yo deseaba, pero trato de enderezar mi trayectoria. Veo una chica en un parque, sentada en un banco y leyendo un libro. Tal vez sus hojas amortigüen mi caída, y me acojan con cariño. Creo que lo voy a conseguir. Se acerca muy rápido, ya no veo nada más a mí alrededor, sólo puedo fijarme en mi acogedor objetivo. Pierdo el mundo de vista.

- Mierda. Está empezando a llover.



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Ya podía oír el ensordecedor ruído de las máquinas demoledoras. Sabía de sobra que alguna vez debía llegar aquel día. Sin embargo, sentía un enorme pesar al saber que su existencia se vería resumida a un montón de fragmentos de roca mezclados con varias toneladas de escombros.

En su impertérrita apariencia rocosa, la gárgola gótica que durante varios siglos había presidido la fachada oeste del enorme palacete, sentía, como tantas historias jamás contadas, enmudecidas en la grandeza de la construcción y el olvido de los años, desaparecerían junto con ella para dar cabida a Dios sabe qué moderna edificación. Era desde ese lado de la colina, acompañada del imparable avance del tiempo, cubierta de nieve durante los interminables periodos invernales del norte de Europa y acariciada por las suaves brisas primaverales digna de la más bella de las campiñas, desde dónde, un día tras otro, había contemplado con horrorosa majestuosidad, todas y cada una de las puestas de sol que la habían acompañado durante su inmóvil existencia. Había visto crecer a la ciudad a los pies de la colina, extendiéndose a lo largo de la ribera del río, y llenándose de luz por las noches. Disfrutó de los cerezos en flor en primavera, y de los tostados colores del otoño pincelando las montañas del horizonte en el otoño. Pero todo eso iba a terminar.

Y sí, querido lector, si ha prestado la debida atención al párrafo anterior, tal vez haya caído en la cuenta de que a modo de anécdota, y pese a lo que en la mayoría de los casos se ha creído, nuestra grotesca y enmohecida gárgola posee sentimientos propios. Sentimientos tan humanos como la soledad, la nostalgia o la impotencia, y a su vez, virtudes tan primitivas como la paciencia o la comprensión. Y era al edificio, y al resto de gárgolas y esculturas, talladas todas ellas en piedra, que adornaban fachadas y jardines, que custodiaban, cual rocoso ejército de bufones, la casa y sus aledaños, a quien prestaba la mayor de sus compañías. Claro está, que el hecho de permanecer incrustada en un muro de gruesos bloques de piedra facilitaba las cosas. Aún así, a diferencia de las otras figuras, este gran pedrusco trabajado, poseía una cualidad única entre los abalorios del palacio: Podía pensar.
Además, varios siglos de inmóvil meditación, más las experiencias vividas por los habitantes de la casa, y de las cuales ella había sido, en la mayoría de los casos, testigo de honor, le habían proporcionado una capacidad de análisis de las situaciones, un conocimiento de las gentes y una anticipación a los acontecimientos, probablemente, y a mi entender, muy superior a la de la mayoría de las personas.

Aunque carente de expresividad,- o al menos más allá de la que le diera el escultor que en ella reflejó el temor a los más inimaginables demonios, en parte producto de las creencias populares de la época, en parte producto de la más profunda y enfermiza de las locuras - la dura roca granítica, nuestra amiga - por el afecto que le estamos tomando ya desde un inicio- experimenta sentidos y sentimientos, reprimidos durante el paso de los años, agudizados por una basáltica represión, y por la más absoluta de las soledades que pueda sufrir una pedazo de roca maciza encaramada en lo alto de una cornisa.

Había asistido, en varios periodos, al doloroso trauma de la guerra. También había gozado de las risas, juegos y correteos de los niños, con su alegría y su ternura, con la inocencia y la ingenuidad como denominador común, cuando aquel lugar había sido, colegio primero, y orfanato después. Anteriormente, el palacio, había sido propiedad de un barón, que durante un puñado de años habitó la casa. Bueno él y su séquito, formado por más de una docena de criados, casi una veintena de doncellas, un ama de llaves, un cochero, dos cocineras, un jardinero y tres o cuatro concubinas, que aunque no vivían allí de forma permanente, gozaban de tal asiduidad, que ya eran contadas como miembros del servicio. Quizás aquellos fueron los años de mayor grandeza del palacio, gracias a las innumerables fiestas de sociedad allí celebradas, a despilfarradoras galas y embriagadoras concentraciones (Véase pues, la concentración de embriagados allí presentes). Pero por desgracia, esas mismas celebraciones fueron las que pusieron fin a la grandeza y opulentismo del barón, que en un arrebato de cólera, inducido por un desamor, el exceso de alcohol, y la más excéntrica de las soberbias, prendió fuego a la biblioteca, que a su vez, y después de devorar los valiosísimos manuscritos, libros y tratados allí guardados, se propagó, una tras otra, a casi todas las estancias, del castillo.
Todavía recuerda el calor de las llamas golpeándole en el rostro. De haber tenido pies, se los hubiera quemado seguro, pero por suerte, ésta es una gárgola sin pies, de las que sólo asemeja un torso, retorcido y encorvado, con escamas cuidadosamente talladas en su piel, con cabeza mitad de hombre, mitad de bestia. En lo alto del espeluznante busto, le habían esculpido un casco gótico, con una enorme punta de lanza saliendo de él y apuntando hacia el cielo. Era esa misma punta de lanza la que en dos ocasiones había servido de blanco para sendos rayos, que sobre ella habían descargado su rabia. Quizás se debiera a que junto al granito de su pétrea existencia, algunas partículas de metal imantado, procedentes de las propias herramientas del artista que le dio forma, se quedaran incrustadas sobre su superficie. O quizás fuera, únicamente, debido a que durante un breve periodo de tiempo, en el que aún no se sabe por que motivo, algún iluminado se llevó la lanza de cobre que presidía el tejado a modo de para-rayos.
Dos cortos y recios bracitos, sostenían, una breve e inservible espada de piedra en una mano, y en la otra un escudo con una enorme cruz, tallado junto al cuerpo y formando parte del mismo. Semejante estampa, se justificaba con el pavor de las gentes hacia los espíritus y almas en pena, y que para defenderse de ellos, adornaban los tejados y paredes exteriores de los grandes edificios con gárgolas de horribles criaturas, a las que se atribuía el poder de ahuyentar a los fantasmas. De hecho, era basándose en este precepto, por el que concebían a semejantes esculturas con la mayor de las fealdades posible. Es más, tan horrible era su visión, que en diversas ocasiones su continuidad en lo alto de la cornisa había peligrado, ya fuera por petición de los curas, del barón, o de alguna de sus caprichosas concubinas. Pero en todas las ocasiones consiguió esquivar semejantes propuestas, gracias en la mayoría de ellas a su arriesgado emplazamiento, a más de veinte metros de altura, sobre un pequeño saliente en la pared, cerca del empinado tejado, pero suficientemente alejada de las ventanas para impedir el acceso a ella. Sus más de doscientos kilos de peso también habían influido a favor de su continuidad sobre el muro.

En los últimos tiempos, el palacio había estado deshabitado, llegando al más terrible de los abandonos. Se había perdido por completo la soberanía sobre la cuidad que le otorgaba la colina, y el crecimiento urbano lo había engullido, hasta olvidarlo entre muchos otros edificios semiderruidos de la zona. La soledad no era un problema, ni para ésta, ni para ninguna de las estatuas que perfilaban la macabra silueta del edificio. Sin embargo, a nuestra gárgola, lo que la seguía matando era no poder cambiar de postura.

Pero todo eso tocaba a su fin, las enormes grúas habían empezado a derruir los muros, y sentía el temblor y la angustia de la piedra al caer estrepitosamente sobre lo que fue un maravilloso suelo de mármol. El edificio se hundía por momentos, y esa iba a ser su última puesta de sol.





Con la mirada perdida y el cuerpo inmóvil, poco a poco notaba como desaparecía la tensión de las facciones de su cara. Ya no sentía aquel dolor punzante que le hería el alma y la vida. Un hormigueo le recorría la columna. Y los brazos, los brazos ya ni los sentía. Poco a poco se iba relajando, y pese a la hora, empezaba a experimentar sueño. Era por la mañana, eso lo tenía claro, pero los calmantes no le habían hecho efecto ningún día, así que sin duda era una señal de que le estaba llegando el momento.

Pese a su avanzada edad, había sido siempre una mujer fuerte, activa y vivaracha. De hecho, aún permanecía en sus ojos aquella chispa que tantas pasiones había levantado en su juventud. La mente la tenía despejada, y la conciencia tranquila. Se sentía amada y arropada, y ni por un momento se había arrepentido de vivir como lo había hecho.

Los años son crueles, y las vivencias asesinas, pero lo que la estaba matando era algo mucho más terrenal. Su cuerpo se consumía, y la llama se le apagaba. Aquella hoguera que fuera su espíritu en tiempos, era ahora, poco más que una triste cerilla amedrentada por el viento.

Los párpados empezaban a pesar, y aunque hacía ya bastante que no conseguía ver con claridad, vislumbraba una tenue luz que poco a poco se convertía en sombra. Ya no podía oír a los que la acompañaban en este trance, y lentamente, junto con sus sentidos, desaparecían también sus temores.

Dejó de sentir el peso de su cuerpo. Los hombros se habían relajado, y la mandíbula se escapaba a su control. En un fugaz instante de conciencia, pensó en los suyos, pero le fue imposible retener ni por un momento las ganas de vivir.
Solo una presión en el lado izquierdo de su pecho le hizo reactivar la sensibilidad. Pero duró un suspiro. Luego todo se acabó.

Tan sólo algunos sollozos y susurros coparon la habitación. Una habitación, que la había visto nacer a ella, a su madre y a su abuela, y que del mismo modo que a sus predecesoras, también a ella la había visto morir. En las paredes latía una carga emocional de varios siglos, y un halo de historia convertía ya casi en santuario aquel rincón de la casa. El papel pintado, de un tono burdeos con motivos dorados, que por culpa del castigo de los años, era ahora marrón con trazos de color marfil, recargaba y empequeñecía el ya de por sí poco espacioso cubículo. Tan sólo una mesita y una cómoda de media altura servían de mobiliario, y una cruz en lo alto de la pared atestiguaba las creencias de la anciana.

Podía ver a sus dos hijas, abrazadas, vestidas de riguroso luto con traje chaqueta de color negro, tocado y redecilla. Sus respectivos miraban al suelo, sin saber muy bien que decir o que hacer, desde la puerta que daba al pasillo. Su nieta no estaba allí, ya que era aún demasiado joven para pasar por un trago tan amargo. Parecían todos tristes, pero no desconsolados. La suya era trayectoria trazada por los médicos con desalentador acierto, y el macabro calendario se había cumplido rigurosamente.

Con una sonrisa risueña no podía dejar de contemplar a las dos mujeres en las que se habían convertido sus pequeñas. Recordaba gratos momentos que le habían brindado, y una especial ternura que le contagiaban. Pero absorta en sus memorias, no se daba cuenta de una realidad que estaba a punto de descubrir.

Se sentía ligera como un soplido aire. Ya no le impedían sus viejas y cansadas articulaciones. Veía con una claridad, que no recordaba haber tenido jamás, ya que desde chica tuvo que soportar el tedioso acarreo de gruesas lentes. Sentía como el viciado aire de la estancia la acompañaba a cada movimiento, y se encontró observando a su familia desde uno y otro punto, dándoles la vuelta, rodeándolos, los miraba de frente de perfil y de espalda, y fue en ese preciso instante cuando se temió lo peor. Sintió miedo y angustia, y no sabía si gritar, correr, o esconderse en un rincón. En cualquiera de los casos, ellos no la veían a ella.

Estaba claro, su alma herraba por el cuarto, de un lado a otro, con esa inusual ligereza por que su vida había terminado. Sin embargo, pensó, yo estoy aquí…
Desvió la mirada hacia la cama y encontró su cuerpo, más demacrado por la vejez de lo que ella creía, cubierto hasta el pecho con una sábana blanca. Tenía los ojos cerrados, la frente despejada y el pelo algo alborotado. Sus manos descansaban a la altura del vientre, y su tez aparentaba paz. Vestía aquel camisón blanco y azul que le habían regalado para su aniversario, y aunque no era su favorito, le satisfizo saber que estaba a la altura de la situación.

Poco a poco, recuperada de la impresión de verse muerta sobre la cama, empezaron a asaltarle algunas dudas que en cierto modo le sobrecogían. ¿Qué pasaría ahora? ¿Iría al cielo, al infierno, al purgatorio o a algún otro lugar, en dónde se reunían las almas? ¿Era un fantasma? ¿Dejaría de serlo?

- No te preocupes, al principio resulta duro, pero nosotras estamos aquí para ayudarte.
Dio un brinco, y se giro despavorida. Lo último que esperaba en medio de aquella paz y silencio de su velatorio, era volver a escuchar la voz de su madre.

- ¡¿Mamá?! – Exclamó, con una voz temblorosa, que tenía tono de llanto, y que se quebraba como una rama seca. – Te he echado de menos mamá.
- Si yo a ti también, hija – contesto su madre con lágrimas en los ojos.

Se contemplaron con la amargura del tiempo de añoranza que ambas habían sufrido, y no fue necesario que mediasen más palabras, ya que sus miradas expresaban más de lo que ninguna palabra es capaz de describir.
Sin embargo, se vieron interrumpidas. Una voz surgió de una esquina, y con firmeza y carácter, les reprimió:

- Cuando acabéis con vuestras ñoñerías, nos pondremos en marcha. Tenemos mucho que hacer.

Se trataba de su abuela, que aunque ella apenas la recordaba ya que falleció cuando contaba sólo con cinco años de edad, había escuchado de su madre mil y más historias acerca de ella, de su especial carácter y de su genio. Sin duda este último permanecía intacto.

Así, por fin, se reunieron en un fantasmagórico reencuentro las tres generaciones de regentas de la familia. Mujeres que con su poder matriarcal, habían liderado la poderosa familia que dirigía las tierras del este de la península. Una saga con tradición de poder, dinero e intereses cruzados, compuesta por acaudalados terratenientes que ahora lucharían por el nuevo control, liderazgo, y por supuesto dinero, de la familia Raich-Emmerson, la más poderosa a este lado del océano.

Continuará…





Continua en la 2ª Parte.

Un dulzón aroma a maíz tostado apeló a su sentido olfativo cuando las exuberantes y alegres notas del despertador invadieron su cuarto. Podía imaginar el sabroso bocado inundando su paladar, con una lejana retirada a manteca y canela que le hacían recordar lo bueno de volver a estar en casa. Quizás fuera el apetito matutino. Tal vez el canturreo metálico de una entrañable canción que sonaba de fondo. O puede que, simplemente, su reloj biológico, decidió que era un buen momento para empezar el día. En cualquiera de los casos, pataleó para deshacerse de la maraña de sábanas que envolvía su joven y pálido cuerpo.

Sin saber muy bien el por qué, dibujo una amplia sonrisa, se frotó los ojos y se deshizo de alguna que otra legaña. Estaba sentada en la cama como un indio, con las piernas cruzadas y la espalda suavemente curvada hacia delante, evitando un incómodo contacto directo con la blanca luz de la primavera que asomaba por detrás de la cortina. Abrió los ojos como si fuera la primera vez que lograba hacerlo. Plasmó en un bostezo la satisfacción del que ha descansado durante un relajante y reparador sueño de más de diez horas. Agitó la cabeza en una desenfadada locura, para aclarar lo que sucedía en su mente. Se paró, con la mirada perdida en el infinito, el pelo alborotado y enredado cubriéndole parte de la cara, inspiró, y sonrió de nuevo.

De un salto abandonó la cama, y se puso a saltar y girar al ritmo de la música. Su risa ocupó la habitación, y se coló por las rendijas, invadiendo en parte el resto de la casa.

Había llegado el día. Por fin volvería a verle, y esta vez no sería fruto de la casualidad. En esta ocasión, había sido él quién se había interesado por ella, quién le había pedido que se vieran, a solas, como en las películas o en las novelas, para charlar y conocerse mejor.

- Le gusto. – Pensó.

Abrió la puerta y corrió a la cocina. Su olfato era más veloz que sus pies, que descalzos y ligeramente arqueados para no sentir el frío suelo de terrazo, daban, uno tras otro, enérgicos pasos por el pasillo.

A modo de pijama utilizaba una enorme camiseta de fútbol americano, con un doble cero a la espalda, de color rojo con algunos motivos blancos, y que le llegaba casi hasta las rodillas. Se la regalaron unos amigos que habían viajado en verano a la tierra de los excesos y la comida basura. Sabían que, a pesar de ser una chica muy femenina, no dejaba de sentirse atraída por este tipo de indumentaria.

Se dispuso a comer un poco, a calentar la tripa con una buena taza de chocolate, y a coger fuerzas para no perderse ni un solo detalle del día que acababa de empezar.

Le había costado una eternidad acercarse al que para ella era el chico más guapo del instituto. El que, por otro lado, despertaba más admiración entre los dispersos grupos de arpías insolentes con padres aún más insolentes, que presumían de dinero, caprichos y otras tonterías. Siempre había pensado que alguien así sería sumamente engreído, que rozaría la estupidez si no la sobrepasaba, que encajaría perfectamente en el círculo de brujas maquilladas y con ropa de marca, que acaparaban la atención de las hormonas de los chicos de su edad. Sin embargo, el azar, les hizo coincidir un día en la biblioteca. ¡En la biblioteca! ¿Pero no se suponía que este tipo de chico debía de estar….no sé…jugando al fútbol, o tonteando con alguna chica mayor, o simplemente, mirándose al espejo? Se le estaban empezando a romper los esquemas, y a desvanecerse los estereotipos que ocupaban su cabeza, pero aún fue mayor su sorpresa cuando sus manos coincidieron sobre un mismo libro de una de las estanterías.

Empezaron a charlar, y además de ser guapo, educado y atento, resulto tener intereses que para ella eran hasta ese momento insospechados. Le gustaba la lectura, incluso había escrito algún que otro pequeño ensayo. Le prometió que algún día se los dejaría leer, pero que los guardaba con recelo, y que jamás se los había mostrado a nadie. ¡Dios! El chico más guapo del colegio, el que tiene más fans que un cantante, al que sus amigos le hacen la pelota para arrimarse así de paso a las chicas que pululan a su alrededor, quería compartir con ella algo que no quería compartir con nadie más. ¿Por qué? ¿Qué le impulsaba a tener esa empatía hacia ella? Fuera lo que fuera, ella se sentía cada vez más encandilada por su segura voz, y su serena mirada. Era consciente de que no quería ser una víctima torturada por un chico atractivo, pero aún así su corazón latía con fuerza, y el tiempo se paraba a su alrededor mientras pensaba que tal vez, ese fuera el inicio de algo más.

Tras acicalarse y vestirse, y ponerse unas gotitas de su perfume favorito, tomó un libro que cuidadosamente tenía guardado en un estante de su sala de estudios. Lo abrió, lo ojeó, y acompañándolo con un suspiro, lo cerró y lo tomó por el lomo en la palma de su mano. Salió a la calle, y tras inspirar una profunda bocanada de aire, enfiló en dirección al parque. A pesar de que los rayos de sol acariciaban suavemente sus mejillas, una suave brisa que se colaba bajo la ropa, hacía que aquella fuera una mañana más bien fresca. El cielo tenía un color azul limpio como el agua, y se adornaba con algodones de fantasía en forma de blancas y abultadas nubes que caprichosamente pasaban de una forma a otra, recordando caras, objetos, animales, y difuminándose con otras nubes y con el viento. El olor de las flores se mezclaba con el de la hierba mojada y recién cortada. Algunas golondrinas jugueteaban casi a ras de suelo para elevarse al poco, y volver a descender, persiguiéndose entre ellas, y flirteando como en una exótica danza tribal. Era un día maravilloso.


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