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Si quieres leer la historia desde el principio, haz click en el siguiente enlace:
- Zohn, el heredero de La Tierra (1ª Parte).


Tras un buen rato revisando, comparando, pensando… Al fin había seleccionado los objetos que creía podrían tener más valor en La Superficie. Tenía a punto un petate, en el que introdujo, envueltos en trapos y por separado, algunos utensilios de cocina, algo de ropa de abrigo, incluido un par de viejas botas de cuero. También había preparado una especie de poncho que había tejido con cable de acero. Él tenía uno igual, que pensaba llevar puesto bajo la ropa, por si las cosas se ponían feas. No era tan resistente como una coraza, pero obviamente pasaba inadvertido. A última hora, añadió también un cepillo para el pelo, un pequeño espejo de mano y cuatro puñales que había fabricado con púas de armadura de cuarzo forjado. De éstos, también él pensaba quedarse otros dos, los primeros que hizo, de los cuales se sentía, en cierto modo, orgulloso.

Había preparado una bolsa de cuero, muy resistente, en la que llevaría todo aquello. Le había cosido con hilo de kevlar, unas tiras también de cuero, que le permitiesen llevarlo todo a la espalda, sin miedo a perder nada y sin que le molestase demasiado para moverse. A pesar de no tener miedo a nada ni a nadie, era consciente de sus limitaciones al adentrarse en solitario en un medio que no conocía. No sabía exactamente lo que iba a encontrar, ni con quién tropezaría. Así que, si al valorar ciertas situaciones, llegaba a la conclusión de que lo más prudente era salir corriendo, no dudaría en hacerlo.

Pocas veces se había mostrado nervioso o impaciente, pero la verdad, es que de algún modo, esperaba salir al exterior de la ciudad lo antes posible. Notó como se le erizaba el vello de sus brazos mientras lo preparaba todo. Tan sólo en un par de ocasiones había visto a habitantes de La Superficie. Siempre fue por que los habían llevado a la ciudad, tras apresarlos, para ejecutarlos ante la gente, como castigo, como espectáculo y del mismo modo, como advertencia para el resto, por haber cometido algún robo o cualquier otro tipo de crimen.

A diferencia de los guerreros de Ironball caídos, que eran despedazados y aprovechados como alimento, a los que venían de fuera no se los comía nadie, por miedo a las enfermedades de las que eran portadores. Además, corría la voz de que aquél que probaba esa carne, enloquecía irremediablemente. Se contaban casos, de alguien que conocía a alguien que la probó. Siempre algún amigo de un amigo o algún pariente lejano. Lo cierto es que nadie se aventuraba a degustarla, aunque parecía ser más una leyenda que un hecho constatado. Yo tampoco lo haría.

Zohn durmió hasta bien entrada la noche. Esperaba encontrar a poca gente por las calles. No tenía nada en contra de los demás habitantes de la ciudad, pero lo cierto es que tampoco tenía mucha relación con nadie, así que el don de gentes no era una de sus habilidades. Prefería pasar lo más inadvertido posible.

Con todo preparado y la bolsa de los objetos cargada a la espalda, salió a la calle para dirigirse al nivel superior de la ciudad. Nadie reparó en él. Tan sólo se cruzó con unas pocas personas hasta llegar a la plataforma que subía a los páramos de La Superficie. Sin embargo, aquí se encontró con el primer obstáculo, algo con lo que contaba, aunque no sabía como lograría pasar. Un control policial, evitaba que los ciudadanos salieran y lo que era más importante, que los exiliados entraran. Sin embargo, él sabía que aquellos habitantes de fuera, habían logrado escapar de la ciudad, en la que por un motivo o por otro, corrían algún peligro o bien simplemente eran repudiados por sus enfermedades, malformaciones o simplemente por que habían alcanzado una edad que ya no era compatible con las leyes actuales, las cuales dictaban que debían ser eliminados, para el correcto control demográfico y así asegurar la supervivencia de los demás.

Descartó enseguida la posibilidad de sobornar a los guardias y menos aún el enfrentarse a ellos ya que eran muchos e iban bien armados. Así pues, empezó a recorrer el nivel superior, en busca de una vía de acceso. La idea de trepar más de seiscientos metros por una ladera casi vertical de roca volcánica, de noche y sin tener la certeza de poder llegar hasta el borde, le hizo sudar antes de siquiera dar un paso. Puerta tras puerta, avanzó ante viejos edificios semi-excavados en la dura pared. La mayoría de ellos eran garitos de perversión, antros de encuentro de la parte más delictiva de aquella sociedad de antropófagos desquiciados. Podía intuir movimientos en las sombras de indeseables y ladrones que aguardaban que se acercase alguien lo suficientemente despistado como para, en el mejor de los casos, robarles cuanto llevaran encima. Probablemente con gran frecuencia, algún que otro insensato desaparecía por aquellos rincones, para no volver a aparecer jamás. Si el comerse a un símil era práctica aceptada, la necesidad y la turbación de los habitantes de esta zona, convertían a todo lo que caminase en posible alimento.

Pensó que tal vez podría entrar en alguna de aquellas cantinas y tratar de averiguar si había algún acceso clandestino al exterior de la ciudad. Tal vez no saliera con vida, pero eso no le frenaba. Él se consideraba tan peligroso como el resto de aquellos sucios y malolientes personajes. Ellos a su vez, desconocían si tenían o no algo que temer.

Fijó su mirada en un pequeño local del que vio salir a un enano borracho. Había poca luz, mucho humo, música con sonido enlatado que aullaba como una gata en celo. Volvió su cabeza a derecha e izquierda. Nadie por un lado, nadie por el otro, a excepción del borracho de pequeña estatura que se había quedado dormido sobre sus vómitos. Se levantó la solapa de la chaqueta y entró a ciegas hacia la cortina roja que había tras la puerta.

Continuará…



Si quieres leer la historia desde el principio, haz click en el siguiente enlace:
- Zohn, el heredero de La Tierra (1ª Parte).
- Zohn, el heredero de La Tierra (2ª Parte).
- Zohn, el heredero de La Tierra (3ª Parte).


Hacía ya mucho tiempo que ansiaba una oportunidad. Sin embargo, no le quedaba otra opción que armarse de paciencia y seguir desempeñando su labor. Aunque no era hombre de caprichos –por qué era ya casi un hombre-, tampoco podía permitirse grandes lujos. Comía caliente todos los días y no pasaba frío. Con esa austeridad, de vida sosegada y suficiente, había sumado una pequeña cantidad de “Posibles”.

Así era como se llamaba al dinero de La Era Futura. En realidad, los Posibles, no existían como moneda, ya que se sumaban a la cuenta personal de cada habitante, controlada por el Gran Banco Mundial. Cualquier transacción, ya fuera una compra, el salario cobrado por un obrero o una donación, se realizaba desde un sistema informático universal. Ésta fue una medida adoptada poco después de La Erupción, para prevenir las economías sumergidas que pudieran enriquecer a unos pocos, a cambio de hundir aún más, si cabía, a los más desfavorecidos. Lejos de ser una solución comunista, aunque a primera vista, así pudiera parecer, cada uno con sus Posibles, podía adquirir lo que quisiera. De este modo, Zohn, nuestro amigo, había acumulado ya casi lo suficiente para comprar su primera armadura. Eso y, claro está, que el trabajar a diario manipulando y reparando las piezas de los guerreros, le había proporcionado multitud de ganchos, púas, cuchillas y un sinfín de trozos de metal que, a bien seguro, le ayudarían a completar su coraza.

Si algo tiene la raza humana, es una capacidad de adaptación para solventar cualquier contratiempo, que ninguna otra especie ha desarrollado. Por ello y también por que la avaricia, al igual que la crueldad, son componentes intrínsecos de los hombres, no pasó demasiado tiempo, desde que se empezó a comerciar con Posibles, para que se recurriera a un sistema sumergido ancestral: El trueque.

Todo aquel que poseía algo, podía cambiarlo por cualquier otra cosa, evitando así los impasibles impuestos del Gran Banco Mundial. Como las conciencias de cada uno, por lo normal, se veían cegadas por el hambre y las enfermedades, se había convertido en algo más que habitual el deshacerse de lo que ya no era útil. Siempre se podía intercambiar un viejo mueble, por algo que llevarse a la boca.

A pesar de ello, estos cambios tenían dos inconvenientes:

El primero, es lo que en La Era Futura se llama un Delito Sustancioso. No recibe ese nombre por la cuantía de los bienes evadidos, si no por que los impuestos que deberían pagarse por esas compras, son para el sustento de la raza humana. Según la ley, atentar contra el sustento, es atentar contra la vida. Por eso, su castigo es la ejecución.

Aunque a Uds., quizás les cueste asumir que el correr estos riesgos pudiera valer la pena, deben de tener en cuenta que el concepto de la vida en los últimos años, se ha devaluado bastante. Muchos prefieren perder la vida si a cambio han legado alimentos o medicinas a sus familiares. Así que la muerte, desde un punto de vista subjetivo, es un mal menor.

El segundo inconveniente, no es ni mejor ni peor. Simplemente es una auténtica lotería. La mayor parte del mercado negro, se trapichea en La Superficie.

Tras la erupción y la desaparición de las ciudades, de los bosques y en muchos casos de toda forma de vida, grandes extensiones semidesérticas, de dura roca arrugada con grandes sombras perpetuas, de grandes grietas incandescentes, trampas mortales para los profanos del terreno, albergue de bandidos, mutantes y ancianos y cuna de innombrables enfermedades, se habían convertido en una existencia fuera de la ley, en la que uno podía acabar siendo el plato, para humanos y animales, que les ayudara a pasar unos cuantos días bien alimentados.

Como ya les comenté anteriormente, queridos lectores, el comerse a un igual no es motivo de rubor y mucho menos de culpa. Es simplemente cuestión de supervivencia. Sin embargo, el hecho de que no esperen a que su alimento expire, antes de hincarle el diente, a mi sí que me intranquiliza bastante.

Pero éstos, no iban a ser motivos para que un joven valiente, aspirante a guerrero de Ironball, dejase de perseguir su sueño. No podía ceder ante los peligros de lo desconocido, la incertidumbre de un destino caprichoso, o al antojo de algún mecenas que se encaprichara de él. Tenía la fuerza, había reunido el valor y la decisión, su mente perseguía un único objetivo y su corazón… Su corazón ya no sentía.

Continuación en:
- Zohn, el heredero de La Tierra (5ª Parte).




Tras más de ocho meses de inactividad, por motivos diversos e irrelevantes, que tal vez algún día os cuente; me complace anunciar que tengo intención de retomar mi actividad blogera y así continuar con las historias que dejé a medias en su día y más que probablemente iniciar algunas nuevas que espero que os hagan disfrutar al menos un poquito.


En este tiempo, temo haber perdido a la práctica totalidad de los lectores que venían siendo habituales, así que a aquellos que sigáis por aquí, os agradecería que corrierais la voz sobre mi vuelta.


Tengo algunas ideas para “Cartas a Suzzane”, “Crónicas de Adalsteinn” y “Zohn el heredero de la tierra”, además, como no, de continuar con las “Cartas psicóticas” que tanto me gustan.



Como siempre, se aceptan sugerencias, ideas, críticas y demás. Espero también sacar algo de tiempo de dónde sea, además de para contestar a todos los comentarios, para visitar vuestros blogs y dejar una pequeña huella por allí.


Pronto, muy pronto, podréis seguir leyendo mis pequeñas historias.



En algún tiempo remoto, tal vez en algún país lejano, cuentan las leyendas que un joven príncipe, heredero de un reino próspero y prometedor, halló a su tan ansiada princesa, en una joven inteligente y bella, que le cautivó el corazón, depositó en él sus sueños y le prometió eterna fidelidad.
Juntos trazaban planes de futuro, soñaban con un reino aún mejor si cabía. Gozaban de las cosas buenas de la vida, del amor que se proferían, de todo cuanto les rodeaba. Sus ilusiones y deseos iban a una. -Se dice que no podían respirar el uno sin el otro-. Bordaron con sus arrumacos una vida idílica, casi insultante de su rebosar de felicidad. Incluso pensaron con fervor en un vástago a quién criar bajo el techo de su seguridad.

Llegó el día en que el reino heredado, les rindió finalmente pleitesía. Los pesares de la vida y el sueño inerte de los que hasta aquel momento fueron sus reyes, no empañaron el júbilo del pueblo y mucho menos aún, el de nuestros atortolados príncipes, ahora ya convertidos en reyes y señores de una tierra rica y fértil.

Durante muchos años, buscaron causas por las que luchar. En muchas ocasiones las hallaron, otras las fingieron para no perder el norte. Paso a paso se embarcaron en una y otra empresa, crecieron y acumularon más y más riqueza y con ella emprendían nuevos retos que acometer con energía y decisión.

Pero como en la mayoría de estos casos, comieron y comieron perdices y fueron muy felices. Pero un día, tan exquisitas aves empezaron a escasear. La bonanza conocida flaqueó hasta el extremo. Las fértiles tierras ribereñas dejaron paso a vastas llanuras desérticas que no producían grano alguno. El fervor de su pueblo se tornó hambruna y miseria. Los proyectos iniciados absorbían los recursos acumulados durante tanto tiempo, a un paso estrepitosamente alarmante.

Lejos de unirse ante la penuria, la discordia irrumpió en sus vidas en tan inoportuno momento. Él se volvió irascible, ella dejó de ser aquella dulce y bella dama que fue. Ambos buscaron refugio –con más o menos intensidad, según el caso-, en brazos ajenos. El desacuerdo incluso evolucionó hasta la cólera, llevando a nuestros jóvenes, a distanciarse más y más según avanzaba el tiempo. Omitieron hablar de lo obvio de la situación y simplemente, poco a poco, se abandonaban, casi sin saberlo, el uno al otro.

Las medidas desesperadas por salvar el reino, no surtían efecto alguno y el pueblo estallaba en revueltas y motines, exaltado por la necesidad, asediando con aplomo el pretencioso castillo real.

En el consuelo de una joven cortesana, el hundido rey encontraba su resuello, su propia paz, una ventana de luz en su pozo de amargura. Sin embargo, la piedad y la buena voluntad de la joven confundieron al príncipe hasta caer rendidamente enamorado a sus pies. La joven dama, fiel a su reina, por la que daría la vida, rechazó los sentimientos del consorte. Jamás le volvió a dirigir palabra, pues a pesar de amarlo profundamente, sabía que no podía faltar a su promesa. No era capaz de clavar en su señora la daga de la mentira y decidió hacerse a un lado y borrar de su corazón y de sus recuerdos todo cuanto había soñado para con su amado.

Nuestro ya decadente rey enloquecía con los días y las noches de extremo sufrimiento. La indiferencia de su esposa, la ignorancia de su amada, la decadencia de su reino y la impotencia de ver como todo cuanto había tocado se destruía, le carcomían las entrañas. Buscó mil soluciones, a lo uno y a lo otro, por las buenas y por las menos buenas, con la lucha y con el diálogo, con la pasión y con el desdén. Blandió la espada contra su pueblo, castigó y tiranizó con la insolvencia de sus decisiones, a un más que mermado ejército. Los males de su pueblo se convirtieron en los suyos propios, enfermando hasta la agonía y cruzando el umbral de la locura.

Jamás llegó el vástago que hiciera resurgir de las cenizas a aquel próspero reino. Se desconoce por completo que fue de aquella compasiva cortesana. De la reina, se sabe que permaneció en castillo hasta el fin de sus días. El rey, hacinado en la torre más alta del castillo, pasó largos años de aislamiento, recluido por voluntad propia, en el más apartado de los rincones de aquel reino empobrecido y desdichado. Jamás fue capaz de mirarse en un espejo, ni de obtener la respuesta a sus plegarias. Algunos cuentan, que murió de viejo. Otros dicen que de la tristeza que le invadía, se le secó el corazón y se convirtió en piedra. Algunos aventuran –esto es menos probable-, que llegó a pactar con el diablo con tal de volver a ver, aunque una sola vez fuera, a la amada que tanto extrañaba y que aún así, ésta no quiso complacerle. En cualesquiera de estos casos, sí es cierto, que fueron felices y que comieron perdices, pero sólo por un tiempo.


Dedicado a mi princesa y por que este cuento, sea sólo eso: un cuento.


A veces me pregunto cómo debe ser el convertirse en padre, el traer al mundo –o colaborar en lo que se pueda-, a un nuevo ser, una pequeña criatura rosada, vulnerable y entrañable que me haga babear y sentirme orgulloso, con cada uno de sus suspiros, llantos, sonrisas, palabras o gestos.

En cierto modo, dicen que es ley de vida, que lo normal es que así sea, que debemos tener a nuestros pequeños, formar una familia, verlos crecer, que colmarán nuestras vidas de alegrías y emociones. Aún así, cuando no has experimentado aún esa sensación, cuando no sabes lo que es traer a tu pequeño a este mundo, es imposible no tener miedos, dudar sobre si estarás preparado, o si serás un buen padre.

Yo no lo sé aún. No tengo pequeños con los que babear ante su gateo. Ni siquiera sé si los tendré algún día. Aún así, estoy seguro de que si llega ese día, daré la vida por ese pedacito de mí. Le legaré mi cordura y mi locura, mi ignorancia y mi sabiduría, mi bondad y mi carácter. Tengo la esperanza de que si algún día llega esa pequeña maravilla, encuentre en mí una referencia, una guía, que le ayude en su particular lucha de la vida, que le aporte el coraje y la paciencia para disfrutar de todo cuanto le rodee.

Quiero creer, que el mismo amor que yo le confiese desde el mismo día en que nazca –o incluso desde mucho antes-, será recíproco y sincero. Que igual que yo le tenderé mi mano cuando dé sus primeros pasos, él o ella me tienda las suyas cuando yo de mis últimos. No lo puedo saber con certeza, pero sin duda, estoy convencido de que así será. Pienso con fuerza en que será mi guía cuando ya no pueda ver, mi susurro cuando no pueda oír, o mi voz cuando no pueda ya hablar.

La vida se tercia corta o larga según desde que extremo se observe y no querría, encontrarme un día en el extremo en el que asemeja breve, sin haberle agradecido las atenciones, los mimos, las caricias y los te quiero, que a bien seguro me brindará.

Por todo ello, a pesar de no haber nacido aún. A pesar de ni tan sólo estar en camino, ni en proyecto, ni siquiera saber si llegarás algún día, quiero darte las gracias, por que se que las merecerás y temo que cuando repare en que debo dártelas, sea ya demasiado tarde.

Tal vez algún día crezcas y lleguen a ti estas líneas. De ser así, espero que en ellas se refleje algo de mi alma y de mi cariño. Si aún me tienes cerca, ven, abrázame y bésame. Yo sabré que estás ahí, en todos los sentidos. Por otro lado, si ya partí en mi viaje infinito, no llores, sonríe con fuerza y yo, esté donde esté, podré sentir tu corazón.

Tu probablemente algún día padre, que te quiere.



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