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Solía pasar las largas horas de la noche sentada a los pies de la cama de su pequeña nieta. Temía el no poder verla crecer y hacerse una mujercita. En realidad, aquella pequeña había sido una de las grandes alegrías que se había llevado en muchos años. Sus hijas, en cierto modo vanidosas, se habían limitado a disfrutar de los privilegios de la clase y la casta que habían heredado. Su belleza, junto con su riqueza, habían atraído a sendos maridos, igualmente engreídos y acomodados. Atrás quedaron los tiempos de ternura y de cariño de su infancia, la inocencia de la juventud y la frescura de los sueños. Sin embargo, sintió de nuevo el fluir de la sangre por sus venas con la llegada de la pequeña Sophie. Su primera nieta.

No era la primera vez que se preguntaba si sería posible. De hecho, en un par de ocasiones había tratado de acariciar su suave rostro, pero al acercar la mano, el miedo podía más que el cariño. Se acercó pausadamente, como si temiera despertarla al hacer algún ruido. Se arrodilló frente a la muchacha, con las manos sobre el regazo y los ojos temblorosos. El camisón blanco y la trenza de pelo gris que adornaban su espalda, le daban un aspecto de niña, de niña mayor, muy mayor. Contuvo la respiración y alargó una mano dubitativa hacia la frente de la niña. Tan sólo con un ligero roce de su dedo índice, apartó un fino mechón de pelo de su rostro. Unas lágrimas afloraron de sus ojos mientras lo hacía y no se percató de que la pequeña había entreabierto los ojos. Para cuando se dio cuenta, Sophie tenía la mirada clavada en ella. El temor de asustar a la niña, sus propios miedos acerca de su condición y la sorpresa que para ella supuso el poder ser vista, estallaron en un grito de angustia cuando escuchó a la niña: -¿Abuela?

Salió de la habitación, despavorida por lo sucedido. Atravesó la puerta y se alejó renqueante por el pasillo, ahogando un grito y llevándose las manos a la cara. La pequeña repitió varias veces la misma pregunta, cada vez alzando un poco más el tono de su voz, haciendo rebotar aquella palabra en los fríos y austeros muros de piedra la casa. El sonido llegó a todos los que dormían en la mansión y al poco empezaron a encenderse las luces.

- Estarás contenta. -Le reprimió la abuela desde el otro lado del desván-.

La mirada de desaprobación de la mayor de las ancianas, le caía sobre los hombros como una pesada carga que no la dejaba levantarse. Aunque ésta continuó sermoneando y reprobando los hechos ocurridos, al poco de pararse a pensar, esbozó una amplia sonrisa y la chispa de sus ojos brilló como hacía mucho que no lo hacía.

- ¿No lo entiendes? ¡Me ha visto! ¡He rozado sus cabellos y se han movido!
- Pero… ¿Has pensado en las consecuencias de tus actos? ¡No lo vuelvas a hacer jamás!
- Pero yo…no quería…sólo…

En ese momento, su madre apareció cruzando a medias, la pared y la puerta. Llevaba el pelo recogido y vestía un traje de riguroso negro. Sus pies se elevaban del suelo algo más de un palmo, lo que la hacía parecer mucho más alta de que en realidad había sido.

- Haz caso a tu abuela. No debes hacerlo más. Si la niña empieza a decir que puede ver a su abuela, lo más probable es que la tomen por loca y no hagan más que llevarla a médicos hasta que enloquezca de veras.
- Pero…
- Obedece. Recuerda que nosotras llevamos mucho más tiempo que tú en esta situación y sabemos bien lo que te decimos.

Después de asentir, cerró los ojos y se quedó quieta, reflexiva, jugando con los bordados azules de su camisón. A pesar de las advertencias de su madre y su abuela, tan muertas como ella misma, empezaba a ser consciente de que su recientemente estrenada condición de fantasma de aquella vieja mansión, había dado un giro de ciento ochenta grados. Nuevos horizontes se abrían en su mente. La posibilidad de ejercer algún tipo de influencia sobre su pequeña nieta, le daba la esperanza de que, de algún modo, aún no estuviera muerta del todo.

Continuará...



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