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Por fín me he decidido a continuar una de las historias que empecé hace poco. Antes de leer este fragmento, te sugiero que, si no lo has hecho aún, leas la primera parte:
Punto y seguido. (1ª Parte)

No había dejado de sentir aquel frío punzante desde el sobrecogedor encuentro con su madre y su abuela. De hecho, y aunque ya le habían explicado los inconvenientes de haberse convertido en un alma errante, no se acostumbraba a vivir rodeada de la espesura de aquella incómoda niebla. Echaba de menos la calidez de los rayos del sol acariciando su cara. Le gustaría sentir de nuevo el aroma de las rosas del jardín, o de mojarse los pies en el lago que había tras la colina. Sin embargo, de algún modo que no alcanzaba a comprender, estaba ligada a la casa, y aunque no lo había intentado, le habían advertido severamente que jamás debía salir al exterior.

Era cierto que pasaba gran parte del tiempo sola, vagando de un rincón a otro de la gran casa colonial. Recorría los pasillos y las estancias, podía deslizarse de la cocina a la biblioteca sólo con pensarlo, subir y bajar las escaleras en lo que se tarda en exhalar un suspiro. Aún así, todo le parecía distante, casi irreconocible. No había gozado a encontrarse de frente con sus hijas, ya que a pesar de saber que éstas no podían verla, le causaba un enorme dolor el pensamiento de no poder estrecharlas en un abrazo.

Durante las noches se reunía con sus predecesoras. Charlaban sobre la familia, sobre lo que le depararía el futuro a cada uno de sus miembros. Solían consolarse hablando de la pequeña que correteaba por la casa, su nieta, que llena de alegría e ingenuidad, aportaba una gran vida a aquel lugar. ¡Que paradoja! Una gran vida…

Las horas del día, sin embargo, se las tomaba para reflexionar acerca de su nueva condición. Sus miedos se desvanecían según pasaban las semanas, y poco a poco, tomaba conciencia de que jamás su existencia volvería a ser como antes. Demasiado tiempo libre, le hacía torturarse una y otra vez con sus recuerdos, y con tantas cosas que le hubiera gustado hacer, y que ahora veía que le eran ya inalcanzables.

A pesar de estas penitencias, siempre había sido una mujer de gran entereza, caracterizada por su aplomo y su decisión. Esto fue lo que le llevo un día a imponerse una rutina diaria, que aunque inútil en su mayoría, le ayudaba a pasar las horas. Cada mañana bien temprano realizaba una ruta por las alcobas, viviendo una tras otra vez el despertar de los habitantes de la casa.

Empezaba por el ama de llaves, Margaret, una mujer curtida, de corta estatura y algo rechoncha. Jamás había tenido esposo, probablemente debido a que eran bien pocas las ocasiones en las que se aventuraba a salir de la villa. Así pues, su dedicación a las labores de la casa era completa. Se levantaba a las cuatro y media. A eso de las cinco menos diez estaba ya en la cocina preparando los ingredientes de los desayunos. Antes de acostarse preparaba una lista, y así, ahora podía ponerse manos a la obra de inmediato, sin la necesidad de pararse a pensar. A pesar del duro trabajo que cargaba sobre sus años, canturreaba a menudo entre susurros mientras realizaba sus tareas. Podría decirse que en cierto modo era una mujer feliz. O al menos, eso creía ella.

La segunda visita del día se la dedicaba al jardinero, un viejo irlandés de espesa barba blanca, siempre aferrado a su pipa, que poco después de levantarse iba a ver Margaret, quien le tenía ya preparada una gran taza de té, y unas deliciosas galletas que ella misma preparaba. Pese a su avanzada edad, conservaba una chispa en sus claros ojos gris-azulados que llenaban de vida su mirada. Podía verse claramente que algún profundo sentimiento asomaba cada vez que se acercaba a la cocina y escuchaba los canturreos en voz baja que de allí salían. Quizás fuera demasiado viejo para proponer nada serio a Margaret, pero sin duda alguna, no era demasiado viejo para amarla. Amarla igual que amaba a las plantas, que ocupaban gran parte de su quehacer diario, que le agradecían con cada nuevo tallo, con cada flor y cada pétalo, los cuidados que les brindaba y las atenciones que les prestaba. Este hombre, había vivido muchos años en aquella casa. De hecho, había sido la difunta abuela quién lo había contratado cuando era tan sólo un jovenzuelo. Tras su muerte, había pasado a servir a su hija, y tras la de ésta, a su nieta, la cual ahora también le había dejado.

Un poco más tarde, se levantaban las doncellas y el resto del servicio. Todas ellas eran como uno sólo. Compartían el ala oeste, en dónde se encontraban sus habitaciones. Se levantaban a la vez, desayunaban juntas, trabajaban juntas, almorzaban juntas, y se volvían a sus habitaciones todas a la vez. Aquello era un pequeño gallinero, en el que las chicas, jóvenes en su mayoría, bromeaban, reían y chismorreaban. Casi todas ellas eran huérfanas, habiendo perdido a sus padres en la guerra, y viéndose obligadas a encontrar un hogar y una familia que les acogiera. Así pues, de algún modo, eran como una gran familia. Llegaban en tropel a la gran cocina, en donde sentadas a una gran mesa, tomaban el desayuno. Con su alboroto matutino, podía decirse que se iniciaba el día en la casa. Recogían la cocina cuando los señores de la casa empezaban a aparecer, y se apresuraban con cortos y rápidos pasos a realizar las tareas que tenían encomendadas.

En tan sólo unos días, había descubierto un mundo que hasta entonces desconocía. Jamás había sabido, con tanto detalle, cuales eran los movimientos en la casa de cada una de aquellas personas. Y quizás, la mayor revelación, fue el darse cuenta precisamente de eso, de que eran personas. Cada una con mil historias que contar, dignas de la mejor de las novelas, con pequeñas cosas insignificantes para cualquier mortal, pero que a ella le habían despertado un profundo interés.

Continuará...

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