Talón de Aquiles.
Hace 3 meses

Una vez puesta tierra de por medio, abandoné aquel viejo coche en un aparcamiento público. Sin duda, ahora debía extremar la prudencia, así que antes de salir del lugar, me cercioré de que la cámara de seguridad de la salida no me grabara. Para ello utilicé la manga derecha de mi camisa. La otra sirvió de vendaje improvisado en mi brazo, para detener la hemorragia de la herida.
Aproveché el preciso instante en que el camarero del interior de la barra se hallaba de espaldas, para coger una pieza de fruta de un gran cesto de mimbre que había sobre el mostrador. Se trataba de una carámbola o “starfruit” que así es como se conoce en el lugar. Lejos de los dulces mangos o los apestosos durianes, se asemejaba a un pimiento verde se sabor agridulce. La mastiqué y tragué sin reparar demasiado en su sabor, más por ansiedad que por hambre. Debía encontrar un teléfono, así que seguí caminando por la calle sin rumbo definido.
Lo volví a plegar y lo guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón. Llegábamos a la parte interesante: Un monedero de piel. Lo abrí buscando dinero. Sólo cayó algo de calderilla. Suficiente para hacer una breve llamada internacional. Deseché también el quedarme con el pasaporte y las tarjetas de crédito. Para el primero no disponía ni de tiempo ni de medios para tratar de falsificarlo y tampoco me pareció prudente utilizar las visas de aquella pobre mujer. Reintroduje de nuevo en el bolso todo lo que no me servía y lo abandoné entre las cajas.Etiquetas: cartas a Suzanne
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Hace algo más de dos siglos, se produjo un fenómeno que aterró a todo ser viviente en nuestro planeta. Siempre se había creído, que el hombre sería el responsable del deterioro que pondría fin a la supervivencia. Sin embargo, nadie se había parado a pensar que nuestra raza habitaba en un planeta envenenado y desahuciado desde hacía miles de años. Algunos de los minerales explotados en muchas ocasiones para su utilización como combustibles, tenían conocidos efectos radioactivos que aunque trataron de controlarse durante su industrialización, poseían un aletargado poder devastador que aguardaba al capricho de La Tierra para fustigar a sus habitantes. Se dice en los libros de historia, que un gran temblor sacudió toda la corteza terrestre durante más de una semana. Eso no fue más que un pequeño anticipo de lo que estaba sucediendo unos cuantos cientos de kilómetros bajo nuestros pies. Sin una explicación, hasta día de hoy, demasiado concluyente, se sabe que una gran reacción termonuclear provocó que el magma terrestre multiplicar su volumen por diez, lo que hizo que todos los volcanes conocidos, y otros muchos nuevos que aparecieron, vomitaran simultáneamente lava incandescente al exterior. Sin embargo, lo peor fue que entre los minerales fundidos que formaban esa enorme riada anaranjada, se encontraban grandes cantidades de plutonio, uranio y otras sustancias altamente contaminantes. Más allá del impacto volcánico que destruyo la mayoría de las ciudades e infraestructuras, el cielo se mantuvo cubierto de espesas nubes de polvo, humo y cenizas, durante varias semanas, con todos los efectos que ello conlleva. Un manto de radioactividad envenenó campos, animales y personas. Tan sólo una parte de la población pereció durante esos días. El resto, quedó condenada a las penurias y la hambruna hasta el fin de los días.
Sin embargo, como humanos que somos, hemos conseguido adaptarnos en cierto modo. La espera ha resultado más larga de lo planeado y varias generaciones, una tras otra, han sobrevivido llevando a la espalda la pesada losa que algún día cubrirá nuestra tumba.
Las altas concentraciones de residuos atómicos se filtraban en inacabables columnas verticales hacia el centro del planeta y liberando a la atmósfera su carga venenosa que se diluía en los fuertes vientos que una vegetación casi inexistente apenas lograban frenar. Eso limitaba enormemente la capacidad de expansión de las ya de por si grandes urbes. Un detalle espectacular se podía contemplar en las grandes fallas recientemente formadas, las cuales habían sido aprovechadas creando un nuevo sistema de construcción horizontal sobre superficies verticales. La gravedad se había convertido para los arquitectos e ingenieros en un fino equilibrio entre la supervivencia y el desastre. Desaparecieron ideas como la creatividad o el lujo y fue la funcionalidad de los pequeños refugios familiares la que determinó la sobriedad de las construcciones.Etiquetas: Zohn el heredero de La Tierra
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