El latido de mi corazón era cada vez más fuerte. Me acercaba a la calle principal, sin saber que o quién me esperaba allí. Algo en mí, me gritaba– ¡corre, corre!-. Sin embargo sentía la inevitable necesidad de averiguar lo que había detrás de aquel atroz asesinato.
La claridad del amanecer junto con una densa bruma, emblanquecían el ambiente dotándole de una inusitada irrealidad. Temí por un momento hallarme inmerso en un profundo sueño, pero el escozor de mi antebrazo me reveló la autenticidad del momento. El único sonido audible era el lejano graznido de algunas gaviotas que sobrevolaban los tejados. No había nadie por las calles, ni siquiera coches camiones o bicicletas. La música de aquellos antros de lujuria había cesado, y sus neones, ocultos tras la niebla, habían ahogado sus gritos de color para callar en la austeridad de un callejón desierto. El olor a orín de los rincones se mezclaba con el hedor de las alcantarillas. Tuve que abrir la boca, mientras hacía una mueca, para tomar aire antes de asomarme.
En un rápido gesto, asomé la cabeza sólo por un instante. La giré ciento ochenta grados y en menos de un segundo realicé un rápido reconocimiento visual para, al instante, volver a estar a salvo de las miradas furtivas. Cerré los ojos y me concentré -en la academia me habían enseñado a realizar aquel movimiento-. Dibujé en mi mente todo lo que mis retinas fueron capaces de retener en un solo vistazo. Podía ubicar una puerta abierta en un edificio cien metros a mi izquierda. La ventana del segundo piso del edificio contiguo se encontraba también abierta. Asomaba por ella una desgarrada cortina de color amarillento. Casi delante de la bocacalle, levemente mirando hacia mi derecha –lo que sería a la una, en argot militar- una persiana a medio bajar de un comercio. Justo al lado, un montón de basura, con trozos de madera desparramados en parte por la calzada. Otra ventana abierta justo tres pisos por encima. Empezaba a pensar que existían demasiados puntos peligrosos en aquel panorama y que sería imposible cubrirlos todos, ya que si avanzaba hacia unos, dejaba los otros a mi espalda. Continué trazando los negativos desde el fondo de mis ojos. Había algo más que se me pasaba por alto. Algo blanco, cincuenta metros a la derecha. Ahora lo veía mejor…
Se trataba de una furgoneta blanca. Aunque no podía estar totalmente seguro, ya que en aquella ciudad –y no se yo por que motivo-, la mayoría de furgones de transporte eran de ese color, un pálpito me insinuaba que tal vez se tratara de la misma que aguardaba mi llegada al hotel.
Me asomé de nuevo, pero esta vez sólo me fijé en aquel punto. No podían apreciarse figuras en su interior. El escape parecía no emitir humos, aunque era difícil afirmarlo con certeza. Su motor no podía oírse, y la suave brisa soplaba a favor. Temía que si salía por el otro lado del callejón, me esperasen a modo de emboscada, ya que es lo que previsiblemente haría cualquier neófito. Sin embargo, decidí que lo mejor era salir por sorpresa. Tal vez tuviera suerte y no pudieran reaccionar a tiempo. O quizás desde alguna ventana esperaban a que hiciera precisamente eso. No lo pensé por más tiempo. Aferré la culata de mi pistola con fuerza, apreté los dientes hasta oírlos rechinar, y eché a correr, apuntando hacia el vehículo en todo momento, hasta la persiana que tenía prácticamente delante. Probablemente, fueran los treinta metros más rápidos de mi vida, o al menos, eso seguro, unos de los más tensos. Me tiré al suelo del interior de la tienda de pescado. Un hombre de edad avanzada abrió los ojos como platos, pero antes de que mediase palabra, le apunté a la cabeza, me lleve el dedo índice a los labios y le indiqué que permaneciera en silencio. Sin poder planear mi siguiente movimiento, escuché como se cerraban las puertas del furgón. Unas palabras en la lengua indígena, me auguraban, a pesar de no entenderlas, un futuro desalentador. Pero lo que logró hacer que me estremeciera de miedo, fueron dos ruidos sordos provenientes del exterior. El sonido hueco de un disparo es inconfundible, sobre todo si no hay más sonidos que escuchar. El grito de un hombre desgarró el aire y acto seguido un nuevo disparo y el ruido de unos cristales rotos.
Aquel anciano se encontraba al borde del colapso. Se había tirado al suelo y se tapaba la cabeza con unas manos maltrechas por el duro trabajo de muchos años de subsistencia. Los temblores bien podían ser confundidos por espasmos epilépticos. Estaba realmente muerto de miedo. Fue en ese instante cuando comprendí que al haberle apuntado yo primero, con mi arma, pensó que yo estaba allí para poner fin a su vida. Afiancé mi arma entre mi pantalón y mi piel. Me agaché y le puse una mano sobre el hombro, apretándole ligeramente como en un gesto de confianza. El hombre abrió los ojos y me miró por entre sus dedos. Le señalé la portezuela que daba a la trastienda y le hice repetidos gestos para que se marchara. Renqueante, el anciano se levantó como pudo, y apoyándose en los muebles de la pared, arrastró los pies para perderse por detrás de la cortina.
No se oían más disparos, ni voces, ni motores. Absolutamente, nada de nada –excepto las gaviotas, que seguían graznando cada vez con más intensidad, probablemente por la llegada a puerto de alguno de los pesqueros que faenaban de noche-. Asomé mi cabeza por debajo de la persiana. El furgón tenía un agujero del tamaño de una pelota de golf en el parabrisas. Sobre la parrilla frontal, y sentado en el suelo, yacía cubierto de sangre y con el rostro totalmente destrozado, un hombre que sin duda había sido alcanzado por una bala de gran calibre –como las que utilizan los rifles de asalto americanos, que son mayores que las rusas-. La portezuela derecha del furgón estaba abierta y se mecía ligeramente por la brisa, que se estaba convirtiendo en un viento de los que anuncian tormenta. A unos dos metros, en medio de la calle, otro hombre abatido. El aire ondeaba los jirones de su camisa que con el color de la sangre parecían aquellos banderines que adornan las terrazas durante los festejos. Nadie más. Ni un alma, ni un respiro, ni siquiera ya, el graznido de las gaviotas.
Continuará…
Leer el siguiente capítulo.
La claridad del amanecer junto con una densa bruma, emblanquecían el ambiente dotándole de una inusitada irrealidad. Temí por un momento hallarme inmerso en un profundo sueño, pero el escozor de mi antebrazo me reveló la autenticidad del momento. El único sonido audible era el lejano graznido de algunas gaviotas que sobrevolaban los tejados. No había nadie por las calles, ni siquiera coches camiones o bicicletas. La música de aquellos antros de lujuria había cesado, y sus neones, ocultos tras la niebla, habían ahogado sus gritos de color para callar en la austeridad de un callejón desierto. El olor a orín de los rincones se mezclaba con el hedor de las alcantarillas. Tuve que abrir la boca, mientras hacía una mueca, para tomar aire antes de asomarme.
En un rápido gesto, asomé la cabeza sólo por un instante. La giré ciento ochenta grados y en menos de un segundo realicé un rápido reconocimiento visual para, al instante, volver a estar a salvo de las miradas furtivas. Cerré los ojos y me concentré -en la academia me habían enseñado a realizar aquel movimiento-. Dibujé en mi mente todo lo que mis retinas fueron capaces de retener en un solo vistazo. Podía ubicar una puerta abierta en un edificio cien metros a mi izquierda. La ventana del segundo piso del edificio contiguo se encontraba también abierta. Asomaba por ella una desgarrada cortina de color amarillento. Casi delante de la bocacalle, levemente mirando hacia mi derecha –lo que sería a la una, en argot militar- una persiana a medio bajar de un comercio. Justo al lado, un montón de basura, con trozos de madera desparramados en parte por la calzada. Otra ventana abierta justo tres pisos por encima. Empezaba a pensar que existían demasiados puntos peligrosos en aquel panorama y que sería imposible cubrirlos todos, ya que si avanzaba hacia unos, dejaba los otros a mi espalda. Continué trazando los negativos desde el fondo de mis ojos. Había algo más que se me pasaba por alto. Algo blanco, cincuenta metros a la derecha. Ahora lo veía mejor…
Se trataba de una furgoneta blanca. Aunque no podía estar totalmente seguro, ya que en aquella ciudad –y no se yo por que motivo-, la mayoría de furgones de transporte eran de ese color, un pálpito me insinuaba que tal vez se tratara de la misma que aguardaba mi llegada al hotel.
Me asomé de nuevo, pero esta vez sólo me fijé en aquel punto. No podían apreciarse figuras en su interior. El escape parecía no emitir humos, aunque era difícil afirmarlo con certeza. Su motor no podía oírse, y la suave brisa soplaba a favor. Temía que si salía por el otro lado del callejón, me esperasen a modo de emboscada, ya que es lo que previsiblemente haría cualquier neófito. Sin embargo, decidí que lo mejor era salir por sorpresa. Tal vez tuviera suerte y no pudieran reaccionar a tiempo. O quizás desde alguna ventana esperaban a que hiciera precisamente eso. No lo pensé por más tiempo. Aferré la culata de mi pistola con fuerza, apreté los dientes hasta oírlos rechinar, y eché a correr, apuntando hacia el vehículo en todo momento, hasta la persiana que tenía prácticamente delante. Probablemente, fueran los treinta metros más rápidos de mi vida, o al menos, eso seguro, unos de los más tensos. Me tiré al suelo del interior de la tienda de pescado. Un hombre de edad avanzada abrió los ojos como platos, pero antes de que mediase palabra, le apunté a la cabeza, me lleve el dedo índice a los labios y le indiqué que permaneciera en silencio. Sin poder planear mi siguiente movimiento, escuché como se cerraban las puertas del furgón. Unas palabras en la lengua indígena, me auguraban, a pesar de no entenderlas, un futuro desalentador. Pero lo que logró hacer que me estremeciera de miedo, fueron dos ruidos sordos provenientes del exterior. El sonido hueco de un disparo es inconfundible, sobre todo si no hay más sonidos que escuchar. El grito de un hombre desgarró el aire y acto seguido un nuevo disparo y el ruido de unos cristales rotos.
Aquel anciano se encontraba al borde del colapso. Se había tirado al suelo y se tapaba la cabeza con unas manos maltrechas por el duro trabajo de muchos años de subsistencia. Los temblores bien podían ser confundidos por espasmos epilépticos. Estaba realmente muerto de miedo. Fue en ese instante cuando comprendí que al haberle apuntado yo primero, con mi arma, pensó que yo estaba allí para poner fin a su vida. Afiancé mi arma entre mi pantalón y mi piel. Me agaché y le puse una mano sobre el hombro, apretándole ligeramente como en un gesto de confianza. El hombre abrió los ojos y me miró por entre sus dedos. Le señalé la portezuela que daba a la trastienda y le hice repetidos gestos para que se marchara. Renqueante, el anciano se levantó como pudo, y apoyándose en los muebles de la pared, arrastró los pies para perderse por detrás de la cortina.
No se oían más disparos, ni voces, ni motores. Absolutamente, nada de nada –excepto las gaviotas, que seguían graznando cada vez con más intensidad, probablemente por la llegada a puerto de alguno de los pesqueros que faenaban de noche-. Asomé mi cabeza por debajo de la persiana. El furgón tenía un agujero del tamaño de una pelota de golf en el parabrisas. Sobre la parrilla frontal, y sentado en el suelo, yacía cubierto de sangre y con el rostro totalmente destrozado, un hombre que sin duda había sido alcanzado por una bala de gran calibre –como las que utilizan los rifles de asalto americanos, que son mayores que las rusas-. La portezuela derecha del furgón estaba abierta y se mecía ligeramente por la brisa, que se estaba convirtiendo en un viento de los que anuncian tormenta. A unos dos metros, en medio de la calle, otro hombre abatido. El aire ondeaba los jirones de su camisa que con el color de la sangre parecían aquellos banderines que adornan las terrazas durante los festejos. Nadie más. Ni un alma, ni un respiro, ni siquiera ya, el graznido de las gaviotas.
Continuará…
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Etiquetas: cartas a Suzanne
23 Comments:
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Con eso entiendo que te ha gustado. ;)
Eso te lo miro en cuanto tenga un hueco.
Pronto más, y quizás empiecen a desvelarse algunas incógnitas....jejejeje(intriga, intriga...)XDDD
Un abrazo
Y bueno que diciendo tú, que se vá a tornar este relato aún más intrigante, pues... que no sé de donde, pero conseguiré tiempo para pasarme por aquí. Seguro!!!
Gracias por tu relato, me encanta!!!
;)-<
vitalweb, jajaja no te quejes que posteo cada dos o tres días (en el mejor de los casos) :)
Si que me ha quedado poético, si....XD
Rosebud, encantado de que te pases por este rinconcito, y deje en él tu huella. Espero verte por aqui a menudo. ;)
+susana, sí...yo tb espero a ver como salgo...XD
Gracias a todos por pasaros, espero continuar pronto...muy pronto...besos!
:)-<
:)
Si tu lengua quieres afilar a VSF te tendrás que apuntar...
:)-<
¡Mardita leeetraaaa! ¡No te e_conda_!!! XDDD
muy vipe...
te acabo de invitar a V_F...
:)-<
Voy volando!
sólo espero que aguantes el duuuuuuuuuuro período de prueba!
:)-<
A no tardar en la próxima entrega o mando a las V@mpis por tu cuellooooo
Besototes!!!!
Disculpame, recién veo tu comentario.
Si,hay forma de suavizar.
Igual para lo tuyo hay otro scroll mas lindo.
Buscalo.... si no lo encontrás dejame un comentario en el primer post, así te encuentro y te lo mando.
Saludos!
Desde Argentina, Ferípula.
Me encantacmo escrives y descubrir que tienes unamente realmente imaginativa.
En mi blog te he dejado unacosita.
Un abrazo
De igual forma, no quise pasar sin dejarte un saludo.
Volveré (suena algo tétrico :D)
Saludos :)
ps.: Gracias por el enlace ;)
ya me dirás que te parece.
Darken, voy! XD
Rosebud, ¿periodo de prueba? ¿y con jornada de 65 horas semanales? Bien! Ya semos europeos! XD
Azul, pues estoy por tardar, a ver si me envías a las vampis! XD
Bezoz y abrazoz a capazoz! :)
Gracias por pasarte, te digo algo.
Os invito a todos a que os paséis por el blog VSF:
http://vsfminds.blogspot.com/
Saludos!